Estar ahí, solamente esperando. No importa qué, se trata de esperar. Esperar es una acción, no hace falta tejer, leer, trolear. Además, si hacés algo le restás peso a la tarea importante que significa la espera.
Ahí estaba, con la mente deambulando temas diversos: que la ropa para lavar, que la cara de culo de Marita cuando le dije que no me siguiera insistiendo con lo mismo, que la dieta no la voy a empezar en invierno, que el invierno no es para tratar de bajar de peso.
Esperaba. Esperaba sentada. Esperaba mirando por la línea de los ojos. Quieta, con un comienzo de ansiedad leve pero necesaria. Había empezado a correr un poco de viento y en la línea del horizonte las tonalidades naranjas se lucen glamorosas. Siempre odié los días fríos. El invierno me seca de adentro para afuera y esperar con frío transforma la experiencia en una caja de cosas donde se mete todo lo que no tiene lugar.
Miro el cielo, arriba de las nubes; bajo la mirada y me veo las manos: ¿De quién son estas manos ajadas y nudosas?
¡Ay de mí que en otro tiempo tocaba el piano! Son otras, no están las mías. Secas, arrugadas y vacías. ¡Caramba! Tendría que haber traído algo para comer: unas galletitas, quizás unos caramelos. Comer para llenar la espera, el espacio que no tiene tiempo pero que se mide en centímetros.
Comer lleva una cantidad de movimientos-acciones y cada uno de ellos ocupa lugar en los momentos.
Gran programa: esperar comiendo algo. Para la espera los pochoclos son ideales. Introducir la mano en el balde, ir sacando de a uno y meterlos en la boca. Se puede seguir mirando, percibiendo el tiempo de la espera sin ningún temor ni trabajo. Eso sí, los pochoclos dan sed y una se tendrá que levantar a sorber de la fuente, cuidando de no mojarse, de no tocar las cosas sucias y esquivando las bocas que estuvieron antes.
Aprieto el vientre, meto el ombligo para dentro, redondeo la espalda y muevo suaves los hombros: arriba, abajo; arriba, abajo.
Esperar es para artistas.