Mi Carrito

Una palabra me define y no es mi nombre

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A 1.832 metros sobre el mar empieza mi camino. En épocas invernales, a cuenta gotas, opaca y grisácea, me deslizo entre la laja colorada. Observan por contraste que me tiño de verde azulado. Es sólo una ilusión, un día soleado.

Helada para los recién llegados. Temperatura soportable por algunos minutos, puede entumecer los primeros comentarios en terrenos hostiles o volverse abrumante para los más calmados.

Abro mi sendero entre piedras sueltas de antaño, decanto poco a poco entre historias que guardo pero olvidé. Surge vida en turbales. Me tiño roja y naranja. Alerto falsos peligros para que no se acerquen, para que no me lastimen. Los nuevos visitantes se asoman temblorosos. Encuentran estanques que alimentan esponjas sostenidas sobre heridas pasadas que se niegan a morir, que no quiero dejar ir.

En los mejores momentos, sigo deslizándome y purificándome. Puedo llegar a ser cristalina cuando no me miento, incluso refrescante para quienes andan cansados o necesitan una nueva perspectiva. Recargan sus cantimploras, sacian su sed, transmito un poco de tranquilidad cuando les espera un largo camino por delante. Estos estados sólo se alcanzan en entornos más amigables, silenciosos, con sombras para echarse a descansar o alimentarse después de vagar largo rato.

Puedo amoldarme a situaciones incómodas y extrañas. Llenar espacios vacíos que me moldean a su imagen. Corro el riesgo de perder mi esencia. Fluyo a ritmos inquietos y logro moverme con facilidad entre extraños. Incluso puedo acelerar y rabiar en rápidos y accidentados caminos.

Cuando el tierral nubla la vista, existe la posibilidad de volverme lodo, de pudrirme en estanques que ya nadie visita, de empantanarme la vida. Entonces, debo cambiar lo que me detiene. Porque si me quedo mucho tiempo en donde no me conviene, cuando se asomen, cuando me miren, van a ver el reflejo de sus miedos, su podredumbre, la oscuridad.

Encuentro la paz entre los árboles, cuando rebotan en mí los sonidos de los animales y el sol me vuelve espejo de las maravillas que me rodean. No curo males, no produzco milagros, pero puedo aliviar dolores con la ternura de la tibieza, con el calor de mi cariño. En terrenos adversos puedo limar asperezas, siempre y cuando sea en mis buenos momentos. Al vapor, suelto mis desgracias; con el peligro de que al soltar demasiado queden en mí los metales más pesados.

A medida que me acerco a la ciudad, entrego mi energía para que la rueda siga. Me termino llenando con consumos innecesarios, descartables, que no me alivian. De vez en cuando, almas caritativas, con esperanza y paciencia, me ayudan a volver a purificarme, a limpiarme de lo que nubla, de lo que pesa, de lo que contamina.


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