Toda memoria es una forma de olvido. Un recorte que deja retazos en el camino. Detalles que prevalecen sobre otros, voluntaria e involuntariamente. Toda ficción es una maquinaria de la memoria, y por lo tanto, de olvido. No es fácil con Evita. O tal vez lo es en demasía. Una serie basada en una novela que se basa en un mito. Y además, una metástasis de relatos, rumores, testimonios paralelos y hasta opuestos. Ficciones en cajas chinas que nunca encuentran ya el lienzo de la historia.
La ficción, como la historia, está plagada de cuerpos falsos que desvían la atención permanentemente. Porque lo que importa es que Evita Vive, mucho más que su frase némesis, aquella que decía “Viva el cáncer”, condensando un oxímoron, y también un imposible. Evita corre por (y entre) toda ficción y por toda historia más viva que nunca.
Los personajes de este relato son seres alucinados, arrobados por el magnetismo de una figura que es tan atractiva como esquiva. La pesquisa por el cuerpo se convierte en la extraña oportunidad de volver a verla, al menos una vez más. Es la ilusión de devolverla a la vida.
Pero también, el cadáver embalsamado es una suerte de anillo único: quien posee (o cree poseer) el cuerpo, siente un poder indescriptible. Desde esa falsa posesión se domina el curso de la historia. El cuerpo de Evita tiene y da poder. El lado B de esa posesión imposible, es algo similar a la marca del anillo único del clásico de Tolkien: cuanto más tiempo se pasa frente al cuerpo más posibilidades hay de corromperse, de perder la cordura, familia, estatus, trabajo o posesiones. Paradoja inevitable: una muerta incorruptible que deteriora y corrompe a quien pretenda poseerla.
Pero la serie (y también la novela) nos convida de ese vértigo que produce Evita. Les espectadores también participamos del goce de cada flash back que la devuelve a la vida, encarnada en Natalia Oreiro. El devenir del cuerpo es una excusa para obtener retazos de algunas de las Evas de las que escuchamos hablar: la hija no reconocida de un pueblo, la joven que puja por ser actriz, la que conoce a Perón, la que se enamora y enamora al General del momento, la política incansable y terca, la antimilicos, la implacable, la que no descansa y deja todo por los más humildes, la pasada de rosca que no descansa, la que se muere y no quiere, la que está decepcionada pero también sigue amando, la que renuncia a pesar de sí misma, la que es abandonada por su propio cuerpo, la muerta, la canonizada.
Cada instante de su pasado obnubila a espectadores al igual que a cada personaje de la serie. Y digerimos esa versión de su vida, aceptándola como una de tantas copias. Parecida a la verdadera, pero nunca del todo auténtica. Nuestro goce es entrar en el juego, y por unas horas, creer que la vemos.
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Su vitalidad es tan potente que incluso Perón parece una marioneta hecha solo para darle su brillo y su drama. Incluso, para volverla una mártir. Pareciera que Perón (el más acartonado de los personajes, dicho sea de paso) es el único que puede sustraerse al magnetismo que provoca Eva. Es también quien da la orden del procedimiento. A través de la taxidermia, queda separado el cuerpo de la vida. Introduce así, la primera copia de Evita, quien, como todo mito, al momento de la muerte, inevitablemente comienza a multiplicarse.
En el cementerio de Recoleta, rodeada de oligarcas y muy lejos de sus grasitas, está el cuerpo de la Santa Evita, o eso elegimos creer. Entre mausoleos exagerados y desolados, una cripta diminuta permanece adornada con flores. Tan solo pensar que Evita está ahí, cautiva o emociona. Encontrarla en medio de ese laberinto es conmovedor, pero también una bocanada de aire.
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Ya no sabemos quién fue. Pero la amamos. Aunque su vitalidad nunca pueda quedar inmóvil. Aunque busquemos retratarla una y otra vez. Y anhelemos tocarle el rodete como su peluquero, o abrazarla como el general, o hacer una fila enorme para llegar a la Fundación y nos diga que todo se va a solucionar, o ser una de sus delegadas, solamente para tenerla cerca.
Entre infinitas copias que le devuelven la vida, esta se nos hace tan cercana, erótica y magnética, al punto de que también nos sumamos a esa logia secreta e invisible, la que acepta sus contradicciones, le prende una vela y la canoniza Santa, en un templo sin paredes, ni curas ni tiempo.