Mi Carrito

La historia de María, una red de solidaridad frente a las violencias

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Domingo 19 de mayo. Ciudad de Buenos Aires.

A las 11 de la mañana suena el teléfono. Es María.

—Hola seño. Estoy en la calle, me fui de la casa, volvió a pasar. No voy a volver. Quiero hacer la denuncia.
—Esperame, te llamo en cinco minutos. ¿Los chicos?
—Están conmigo. Los cuatro.

Le escribo a la trabajadora social del Centro de Salud N°40 que queda en la villa 1-11-14. Allí trabajo como educadora de los hijos de María. Ella la acompaña hace años porque su marido la golpea y se quiere separar.  “Tiene que ir a la la oficina de violencia doméstica (OVD), y llamar al 147”, me aconseja. “Si no tiene los documentos, va a tener que entrar con la gendarmería a buscarlos”. 

María tiene 26 años, ojos color tierra y una mirada pícara. Se tapa la boca para sonreír. Pero sonríe mucho. Vino de Bolivia para separarse del marido, pero él la siguió. Antes tenía a algunos de sus ocho hermanos en la zona. Con el tiempo se fueron volviendo a su país y ella quedó sola, sin familia y con pocos conocidos. Hacía unas semanas, antes de la primera golpiza del año, me había dicho que quería estudiar, pero que él no quería que estudie, sino que trabaje. María lo enfrentaba ofreciéndole un intercambio: él se ocupaba de los chicos y ella iba a trabajar. Pero no trabajaba hacía un tiempo. Duraba poco en los empleos, le descontaban cada salida para ir a buscar a sus hijos a la escuela, para llevarlos al médico, o para darles de comer. 

—Hola María, escuchame, ¿dónde estás ahora?
—En la plaza, con los niños.
—Bueno a las 14 te paso a buscar y vamos a hacer la denuncia, tratá de dejarle los chicos a tu comadre o a alguien.

Al problema de la denuncia se le suma que no tienen a dónde volver esa noche, porque en la pieza que alquilan quedó el marido. Mando audios a las trabajadoras del comedor comunitario donde hacemos el apoyo escolar. “Seño en el barrio no te alquilan con hijos, es imposible”. “Seño vi un cartel voy a fijarme, pero no creo que te alquilen con hijos”, responden. Pero si todas tienen hijos, pienso.

A las 13:30 paso a buscar a una compañera de trabajo y luego a María por el Bajo Flores. No pudo dejar a los chicos. Suben los cinco: la de 8, el de 5, la de 4. La de 2 va a upa de su mamá. Nos vamos al centro, a Lavalle 1220, a la OVD. Ruego que no haya mucha gente. La oficina de violencia doméstica es un depósito bien iluminado de mujeres que esperan horas y horas con hambre de salvación. Luego de pasar por la chicharra del detector de metales, hay una pequeña sala de espera. La última vez dormí ahí toda la noche, esperando que llamaran a declarar a una amiga. Al lado, tan solo separados por una mampara acrílica, hay tres escritorios con computadoras que hacen de oficina para la primera entrevista de ingreso al sistema. Luego se pasa a otra sala más privada, donde un equipo interdisciplinario toma la declaración: preguntan muchas veces las mismas cosas para cansar a quien relata y que la verdad salga a flote.

Esta vez no esperamos mucho. María entra y la siguen los chicos, pero se quedan en una sala para niños. Tenemos el tiempo que dure la declaración para conseguirles un lugar donde dormir.

Según el informe presentado por la OVD del período 2022, se atendieron un total de 17.686 personas: 10.231 fueron denuncias y 7455 consultas. En promedio, se efectuaron 28 denuncias por día. En su mayoría las realizaron mujeres por situaciones de violencia doméstica. Mientras tanto, en la página web de la Ciudad de Buenos Aires solo figuran cuatro hogares refugio de atención a las víctimas por violencia doméstica.


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Con mi compañera desplegamos contactos cercanos y lejanos, hablamos con gente a la que pocas veces hemos acudido: “Discúlpame que te moleste un domingo, pero estoy buscando un lugar para alojar a María”. Estamos así desde las 14:30 hasta las 19:30. En el medio de los llamados, una de las mujeres con las que está declarando sale y nos pide teléfonos de gente que conozca a María y la pueda alojar.  Los únicos datos que tenemos son los que ella también tiene, y no hay dónde buscar nuevos. Su celular nunca tiene carga y tampoco usa redes sociales. Él le desinstaló todo: el Wathsapp, el Facebook, todo. “Hay que encontrarle algún lugar”, insiste la señora, “porque sino lo único que queda es un refugio, pero allí entra en un proceso judicial y no puede salir hasta que lo dictamine un juez, ni los niños ir a la escuela”. Nuestro temor se acrecienta. El frío va aumentando en la ciudad.

Cuando el cansancio y la noche calan profundo, se comunican con nosotras del Ala de Género de Barrios de Pie: hay una señora que puede alojarlos en un comedor comunitario en el barrio de Pirrelli, entre Piedra Buena y Ciudad Oculta, en Lugano. Respiramos, algo inexplicable ha sucedido, lo sentimos como una especie de milagro. Atravieso la mampara sin preguntar y le grito a la mujer en la computadora: “¡Tenemos donde alojarla!”. Al rato aparecen los cinco. La señora del juzgado me abraza y agradece que le hayamos conseguido lugar. Mañana hay que volver, les espera otro largo día.

Ya en la calle, María camina con Anita dormida en sus brazos. Ese día la cargó por mucho tiempo. Cada tanto pega un saltito con los brazos y la acomoda. No deja ver ni un signo de cansancio.  Subimos al auto en silencio rumbo a los alrededores de la Oculta. En la autopista hay mucha niebla, parece que fueran las 3 de la madrugada y nos estuviéramos yendo a un país desconocido. Los niños cuentan a lo que jugaron hace un rato y que escucharon la canción de la gallina Turuleca. La cantamos, parece un mantra de protección. 

—Guardá el celular y no pares  —me dice mi compañera cuando bajamos de la autopista.

Llegamos al punto de encuentro y las mujeres no están. ¿Dónde estamos? Escondo el celular entre las piernas y escribo rápido en el GPS las dos calles que nos dijeron. Nos equivocamos, es del otro lado del paredón. Pongo en marcha y acelero. Por fin salimos a una avenida. Doblamos por una calle lateral y allí están Bety, la referente del espacio, y tres compañeras más. Estaciono cerca de la entrada y bajamos. Hace frío. 

El comedor es un salón largo con cerámicos blancos en el piso y muchas ventanas. Es agradable, pero fresco. Al costado está la cocina, que tiene hornallas y ollas gigantes. Algunas integrantes del espacio montaron una especie de operativo barrial: traen colchones, piden unas pizzas y sirven gaseosa para todos. Los chicos se ponen a jugar por allí. Estoy exhausta, solo pienso en que me quiero ir. María se sienta, se la ve agotada también, pero tranquila. Nos dicen que se organizaron para que algunas pasen la noche allí con ellos y que mañana los acompañarían al juzgado. Algo se suelta dentro mío y tengo ganas de llorar. 

Pienso en las redes de solidaridad, me pregunto por la diferencia entre ser parte de una organización y hacer las cosas en solitario, a pulmón. Pienso en cómo nos movilizan las semejanzas, ser mujeres o haber pasado por situaciones similares: “Yo estuve 35 años aguantando y me pude separar”, me había dicho Betty cuando entramos. “Sé por lo que está pasando”. No nos quedamos a esperar que lleguen las pizzas. Antes de irnos les ofrecemos plata por la comida. Betty niega con las manos: “Esto lo paga la organización”.


Lunes 20 de mayo.

Las compañeras de Barrios de Pie acompañaron a María al juzgado y les entregaron la orden de exclusión del hogar para su marido.

—Hola, nos podés atender —grita mi compañero de trabajo que está conmigo ese día. Un policía joven se acerca. Estamos con él y María en la Comisaría N° 38 del barrio de Flores, a unas quince cuadras de su casa. Hace un rato María había intentado sin éxito que nos atendieran.
—No, ahí nosotros no entramos y el trámite para dar la orden y que Gendarmería entre puede tardar quince días —nos dice—,  es un proceso burocrático: mandamos la orden, ellos no hacen nada, el juzgado pregunta, entonces los llamamos y los intimamos a actuar, recién ahí hacen algo. Les conviene ir directo ustedes a Gendarmería y pedirles su intervención, porque nosotros no tenemos la protección que ellos tienen, esos cascos y escudos, y a parte nuestros autos no están preparados para ese barro, son de ciudad.
—¿Los de Gendarmería están obligados o es como pedirles un favor? —pregunto fastidiada.

No hay respuesta.

Llegamos al tráiler del puesto de Gendarmería más cercano a la casa de María, sobre la avenida Varela, ya a esa altura transformada en una calle angosta por las decenas de autos estacionados de cualquier manera a sus laterales. 

—Hola, venimos acá porque tenemos una orden de exclusión del hogar por violencia —digo firme, tratando de no titubear. El gendarme muy joven, que parece recién implantado en la ciudad, me mira con ojos de nada. Consulta al sargento y nos manda al puesto central, del otro lado de la villa.

Llegamos al central, una construcción de cemento al fondo de un predio grande y barroso, rodeado por un murallón con seguridad en la puerta. Le mostramos la orden al gendarme de la entrada, de nuevo mirada de nada. “Es por una Exclusión del hogar”, insisto más tajante. Nos dice que esperemos y entra con la orden. Salen dos personas.

—¿Tiene auto? —me preguntan—, síganos.

Volvemos al primer puesto de Gendarmería. No se deciden si entrar en el patrullero o caminando. Dejamos todas nuestras cosas dentro del auto. Ellos agarran cascos y escudos. Finalmente se deciden, dos van en el patrullero y uno nos acompaña caminando. Todos hombres.

María va adelante para indicarnos el camino, yo trato de ponerme a la par. Luego de andar por unas calles anchas que entran al barrio, nos metemos por un pasillo muy estrecho, húmedo, oscuro. Los gendarmes nos acompañan. Al final, una reja deja ver una especie de hall de entrada y una de las puertas de las varias piezas del lugar. “Esa es la mía”, dice María. El gendarme que tiene la orden de exclusión intenta tocar un timbre, pero María le dice que no funciona. Palmea las manos. Nada sucede. Digo entonces en voz fuerte, casi gritando: “Hola, hola”. Nada sucede. “Está la luz prendida”, le digo a María. “Sí, porque si no, no se ve nada, pero no está porque la puerta está cerrada”.

Si no está hay que volver las veces que sean necesarias hasta encontrarlo. Ya son como las 5 de la tarde. El gendarme vuelve a palmear, yo vuelvo a gritar.

—¿Qué hacemos?—digo— Vos sabés donde trabaja, María, ¿querés que vayamos ahí?

El marido trabaja en un taller de costura de 8 a 20, unos pasillos más adelante, en una calle más grande y transitada. Ahí es más picante por los transas, no les gusta que metas a la Gendarmería y, en todo caso, hay que pedirles ayuda a ellos para que saquen al tipo. María duda. Yo le vuelvo a tirar la opción no muy convencida. El gendarme agrega: “Ahí no nos quieren mucho”. No nos parece la mejor opción, aunque quizás así se resolvería más rápido. Él se tiene que notificar sí o sí. 

Salimos del pasillo pensando si volver a las 20:30 o al día siguiente, temprano, a las 7. Le digo a María que aproveche para ir a hablar con su comadre y contarle la situación. Pienso que también es importante que hablen por si resolvemos volver mañana, para ver si los aloja esa noche y no tienen que volver al comedor de Lugano. 

La comadre trabaja al lado del pasillo de María, en un almacén propio que queda en un rectángulo largo de cemento con el mostrador al fondo y abierto adelante. María entra al local. Con los gendarmes seguimos de largo. Nos paramos cerca a esperarla, pero en un lugar donde no nos vean para darles privacidad. Al rato se escuchan gritos de la comadre. Me acerco a ver cómo está María. La veo al fondo, llorando. La comadre le está gritando a un hombre que está parado, de espaldas, al lado de ella. Pienso que es su hijo. Me acerco como para sacar a María de la situación. Al llegar al mostrador lo miro, lo vuelvo a mirar, miro a María perpleja

—¿Es él, no? ¡¿Es él?!
—Sí

Salgo rápido a avisarles a los gendarmes. “Está ahí!, está ahí!”, grito. Me miran sin entender. “¡El esposo de María, está adentro del local”, insisto.      

Los gendarmes entran y yo voy a buscar a María. Me sigue. Esperamos con ella y mi compañero a un costado del local, sin ver. En un momento uno sale: “No quiere firmar. Igual lo vamos a sacar”. Vuelve a entrar y al rato sale avisando que había accedido. Los otros dos lo acompañan a retirar sus cosas. Tiene derecho a llevarse solo sus objetos personales. Ahí parados, esperando, seguimos resolviendo cuestiones de nombres y firmas. Nos preocupa que se lleve cosas de valor.

—¿Hay algo de valor ahí María?
—¡¿Hay plata, hay plata?! —grita la comadre.
—“No, no queda nada, todo se lo tomó” —piensa María.

Al rato vemos salir a los efectivos con el esposo de María. Le digo a ella que nos demos vuelta, que no miremos. Pero lo traen para que le de las llaves en mano. Se las da, María casi no lo mira. “Gracias por todo”, le dice él con cierta desazón. Luego, intenta agradecerle a cada gendarme dándoles la mano, está un poco ebrio. Uno se sorprende, no sabe si sacárselo de encima o acceder. Titubea, se la da. Le dice que se vaya. Él intenta irse por la calle por la que entramos. Le dice que no puede irse por ahí, que para el otro lado. Los otros dos lo acompañan un trecho y se paran. Él sigue caminando solo, de espaldas, con una mochila pequeña de Batman, blanca y negra, colgada sobre un solo hombro. La boca de la villa se lo traga. En ese momento, esa calle y las construcciones de casas apiladas a su alrededor parecen inmensas. Él solo es un punto en la ciudad.  


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