Desde 15 mil hasta 500 mil pesos se llegó a decir que valían las monedas que vinieron mal tipeadas de Inglaterra en 1995. Eso fue antes de saber que, en realidad, estaban por todos lados: acumuladas en el bolsillo de lxs distraidxs, lejos de bebes, cerca de quienes las seguimos acumulando casi por inercia en cajitas y cajones.
¿Existen todavía las alcancías? ¿Quedan en las góndolas de las jugueterías aquellos recipientes inventados exclusivamente para guardar monedas, chanchitos de porcelana con el lomo abierto de un tajo y un tapón en la panza, o cajas de lata con un candado? Cuando el mundo funcionaba a fichitas y no existía olvidarse la sube, toda moneda era un tesoro. Nunca se sabía cuando el vuelto del pucho y las semillitas podían resolver el viaje a casa. Un peso salía el paquete de girasoles, un Red Point de 20, un helado. Y más antes todavía, un peso en una máquina de cigarros se cambiaba por un Parliament o un Marlboro: valían lo mismo y la gente podía fumarlos adentro de los restaurantes. Nadie se sacaba el peso de encima, salvo para guardarlo.
Un peso en la alcancía era un ahorro. Así me enseñó mi vieja, quien se había comprado un auto y una casa con su trabajo de muy joven porque sabía guardar la plata.
Cuando mi mamá se casó con mi papá y tuvo dos hijas, una historia como podría ser la de cualquiera, cambió un trabajo que la había ayudado a comprarse una casa por uno no remunerado: el amor. Mal negocio. Y cuando de los malabares que hacía para comprar comida y zapatillas para toda la familia se caía un pesito, lo ponía en una alcancía.
En nuestro comedor había un mueble de madera oscura contra la pared en el que se guardaban todas las cosas importantes. Tenía tres módulos con cajones y puertitas de distintas formas y tamaños. Un día mi mamá llegó y guardó en la última puerta una lata azul que se abría como cualquier caja, pero tenía un candadito que con el tiempo se perdió. “Acá vamos a poner las monedas, pero sólo las de un peso”, nos dijo a mi hermana y a mí. Si poníamos monedas de menos valor se enojaba. Cada vez que sobraban de algún mandado o, incluso aquellas que encontrábamos en la calle, iban a parar a la cajita que, de vez en cuando, abríamos para controlar. En un ritual casi formal, las sacábamos para calcular cuánto faltaba para el objetivo, que la mayoría de las veces era planteado una vez iniciado el ahorro.
Cuando nos subíamos al auto de mi papá siempre encontrábamos caramelos y monedas que se le caían de los bolsillos. Una metáfora por excelencia. Mi viejo era buen tipo, y tan correcto que cumplía muy bien con el papel de dirigir las cuentas grandes, mientras mi vieja llevaba la economía del día a día con mucho menos margen de decisión y disfrute de la plata. Ella no tenía un trabajo pago, lo que hacía era “por amor”. Y el amor no se paga, señoras y señores.
Pasados los 2000, años de tristeza y paranoia, esperanza e incertidumbre, de compilados y cumbia villera, nos propusimos conseguir una computadora que en ese momento salía, si no recuerdo mal, algo así como 600 pesos. En ese momento era guita y unas 600 de esas monedas entraban sin problema en una caja de lata gigante monitoreada por dos niñas dispuestas a contarlas cada semana. Entonces el deseo se transformó en propósito. Día a día aportábamos para alimentar la pila.
El ruido de la lata era tan satisfactorio que, al momento de contarlas, volvíamos a meter las monedas por la ranura, como un juego, una por una, una cada una. Si mi vieja conseguía muchas monedas, las dividíamos para introducir ambas la misma cantidad. Durante dos años custodiamos el cofre que ya no tenía candado, pero tampoco era necesario. Diarios íntimos y alcancías ajenas nunca se abrieron. Esa era la regla principal de la confianza, un pacto de paz necesario aunque, para garantizar la marcha de una familia, debe ser más efectiva la repartija igualitaria del trabajo y el dinero, pero ese es otro tema. O no. En fin.
La alcancía nunca llegó a estar tan llena como para que no le quepan más monedas, antes de eso llegamos a un monto suficiente como para que mi vieja se cansara y le pidiera a mi papá lo que faltaba, o para que desembolse ahorros personales más livianos, guardados en el bolsillo de algún saco ya apolillado. Justo a tiempo tuvimos la plata necesaria para comprar el boleto al siglo XXI y aprender a googlear en la Encarta y años más tarde a descargar música en el Ares. El esfuerzo tuvo sus frutos y aprendimos lecciones que, verbalizadas, suenan meritocráticas (y hasta puede que realmente lo sean). Sin embargo, el valor está en la anécdota y no tanto en las monedas.
Que de 15 mil a 500 mil pesos, que no valen nada, que son pocas, que está lleno. En el medio de la disyuntiva y las notas falopa sobre la verdadera importancia de las monedas falladas por un pelito, aposté con una amiga que encontraba una. Qué mejor que buscarla en el lugar en el que tengo la costumbre de apilarlas. Desconfiada de mi propia certeza, revolví el recipiente en el que ahora guardo los vueltos. Debo disculparme con mi madre por no seguir la regla de no involucrar a los 25 y 50 centavos. Y debo también confesar que incluirlas no facilitó mi tarea de buscar una letra "g" perdida en un montón de palabras diminutas y tatuadas en el lomo de los cobres. Durante la búsqueda encontré monedas de Perú, Bolivia y México. Me tope, incluso, no con una, sino con dos provingias y gané la apuesta.
Y, además, debajo del peso de las monedas amuchadas me encontró a mí la historia de una mujer que convirtió en un juego la violencia económica y transformó esa realidad injusta en una lección amorosa que hoy cada una aprende a su tiempo, cuando incorpora las herramientas necesarias para medir el peso de la historia en la realidad sobre la que nos toca reflexionar.
Un par de monedas no le cambian la vida a nadie, por más miles de pesos que valgan. Un montón de monedas pueden ser el tesoro ni perdido ni encontrado sino mas bien construido de aquellos personajes que nunca son incluidos en los relatos oficiales. Reivindicar esas historias es el antídoto para sacarnos ese peso de encima.