Suena el despertador a las seis y media de la mañana. El cielo está oscuro y hace frío. Salgo de la cama y me paro debajo del chorro caliente de la ducha. Preparo el mate, reviso el material didáctico que preparé durante el fin de semana y salgo. Dos colectivos repletos y diez cuadras caminando para llegar a la escuela.Un rato antes de las ocho, cuelgo unos afiches en las paredes del aula y prendo la estufa. Cuando por fin me acerco a la puerta de entrada, la sonrisa amanece en mi cara: lxs niñxs van llegando. La mayoría tienen los párpados pegoteados por las lagañas, pero se saben el camino al aula de memoria. Se sientan en ronda alrededor de la mesa y sirvo el mate cocido. Cuando me aseguro de que todes tengan su taza llena pregunto:
―¿Cómo estuvo el fin de semana?
Así son los lunes de la mayoría de docentes que conozco. Con sueldos que alcanzan cada vez menos, con dobles o triples jornadas laborales, con discursos que nos atacan y políticas públicas que no nos cuidan, lxs docentes seguimos yendo religiosamente a las escuelas. Somos, en muchos casos, lxs primerxs en preguntar a niños y niñas cómo estuvieron, cómo están o quieren estar. No es –sólo– una cuestión de fe: son nuestras convicciones las que nos sostienen en la tarea diaria.
Asistimos a una época que pone en jaque el rol de la escuela, que nos lleva cada vez más a una individualización de la educación, a una algoritmización de las relaciones sociales y a una mirada productiva de todo tiempo vital. Desde esa lógica de costo-beneficio cualquier análisis diría que ser docentes no conviene. Y, sin embargo, somos muchxs lxs que decimos que esta profesión es lo mejor que nos pasó en la vida. ¿Por qué seguimos apostando a la escuela?
Mi camino en la profesión docente empezó en los márgenes: en centros comunitarios, escuelas populares y apoyos escolares. Fue recién después de eso que decidí estudiar el Profesorado de Educación Primaria, pero una de las cosas que ya había aprendido en la práctica fue que el aula no empieza ni se agota en las cuatro paredes que la contienen. Las historias de nuestros estudiantes irrumpen en el cotidiano y es ese el punto de partida desde donde se puede aprender algo.
“¿Quién te juna, vieja chota?”, me dijo Milagros el primer día que me vio en el apoyo de la Villa 21/24 y fue parecido al gruñido que sueltan los perros cuando algún desconocido camina por los pasillos del barrio por primera vez. Con 9 años y a regañadientes, Milagros cruzaba todos los días el umbral entre la escuela y el mundo. Una mañana, durante el recreo, me pidió que la ayudara a escribir y le propuse que comenzara colocando su nombre y apellido en una hoja. “¿Qué apellido, seño?”, me dijo y le pregunté cuántos tenía. “Dos… el de mi mamá y el de mi papá”, respondió. “Podés poner los dos, si querés” retruqué..
Ella fijó los ojos en el suelo y tiró del gatillo de su boca. Contó cada detalle del infierno que le había tocado vivir junto a sus hermanas: un viaje familiar, un intento de prender fuego el auto con ellas adentro, un abanico de insultos hacia su progenitor. Se le humedecieron los ojos y la abracé con tanta fuerza que sentí cómo el corazón le latía desaforado (¿o era el mío?). Pocos minutos tardó en calzarse el escudo otra vez. “¿Qué mirás?” y, antes de irse corriendo hacia el patio, hizo un bollo con la hoja y la tiró al tacho de basura. Enseguida metí la mano en la bolsa, volví a estirar el papel y leí. En el extremo superior decía “Solo Milagros”.
Es cierto que, como dice Paulo Freire, somos seres condicionados pero no determinados. Condicionados por múltiples factores entre los que están nuestras historias de vida y nuestros contextos socioculturales. Pero no determinados, porque estamos a tiempo de construir hacia dónde ir. Y es en esa construcción en la que creo que la escuela tiene un papel fundante. En su libro, Defensa la escuela: una cuestión pública, Masschelein y Simons señalan que “el hacer una escuela implica suspensión” y se refieren a cómo, por algunas horas, las exigencias, las tareas y los roles que gobiernan en otros ámbitos sociales -como la familia- pueden dejarse afuera para construir otro tiempo posible.
La escuela es habilitante de un tiempo y espacio que existe por fuera de las exigencias del mercado y de la sociedad, un tiempo que no es inmediatamente productivo durante el cual es posible construir otro tipo de subjetividad, de ser “solo yo” por un rato.
Thiago tiene 14 años y está cursando el primer año de la secundaria por tercera vez. Está al cuidado de su abuela y asiste a la escuela con todas las resistencias de quien está acostumbrado a que lo rechacen y sentencien bajo la premisa de que no sabe nada. Sin embargo, entra al aula y le nace un brillo singular en los ojos cuando, con mis compañeras, le preguntamos:
—¿Cómo anda el gran artista de primero? ¿Qué trajiste para mostrarnos hoy?
Saca de la mochila su carpeta de dibujo y el tiempo se detiene mientras nos muestra, uno a uno, sus bocetos que son obras de arte.
Las vivencias de nuestros estudiantes se entretejen con el día a día y no dejan de existir por cruzar una puerta. Sin embargo, otra vida y otra experiencia de sí mismx es posible en las aulas. Esa es una de las razones por las que elijo esta tarea, porque creo en la potencia de construir caminos con otrxs, de trazar rumbos que no estaban dados de antemano.
Como Candela, de 10 años, que se encarga de dejar a los hermanitos en el jardín todos los días. Cuando entra a la primaria y ve a sus compañeras, se le dibuja una sonrisa en la cara. Entonces llega el recreo y, con la pelota abajo del brazo, me desafía:
—Seño, ¿te animás a meterme un gol? Mirá que soy el Dibu Martínez y me atajo todas.
Dylan, de 8 años, asiste todos los días al centro comunitario y hay veces en que su enojo lo embiste todo. Uno de esos días llenó su cuerpo de rabia para impactar hacia el de un compañero. Como un reflejo, me interpuse en el camino y lo abracé. Él descargó toda su bronca contra mi espalda. Golpeó con los puños cerrados hasta cansarse y comenzó a llorar, a desplomarse entre mis brazos. Nos alejamos despacito del aula, mientras el resto del grupo se quedó mirando la escena en silencio. Luego de preguntarle qué fue lo que le pasó, me dijo: "Es que cuando me enojo veo rojo y no puedo parar. ¿Estoy loco, seño?".
Dylan no quería lastimar a nadie, pero en la escuela, cuando le pasaba algo así, los directivos alejaban a todes les niñes de él y lo dejaban solo. "Hay que tratarle estos brotes psicóticos en un psiquiátrico", le habían dicho a la madre que, horas después, también se desplomaba sobre las mesas del centro comunitario. Acompañamos a Dylan, al grupo de compañeres y a su mamá en un proceso largo y difícil. Unos meses después, al volver del recreo, Dylan se acercó a mí con la expresión desfigurada. Apretaba sus manos con tanta fuerza que temblaban junto a su cuerpo. “Seño, estoy re caliente” y la felicitación que vino después licuó su nuevo enojo: había podido advertir lo que antes lo tomaba por completo.
La escuela puede ser un territorio hostil o una figura alojante, pero efectivamente es un universo lleno de posibles, donde la apuesta es cuidarnos y armar lazos afectivos. Este difícil desafío se torna aún más complejo teniendo en cuenta las lógicas de agresividad que proponen los sectores que nos gobiernan: un presidente que, en lugar de promover políticas públicas que nos resguarden, insulta, discrimina y violenta en la impunidad de las redes sociales, plataformas a las que cada vez más niñxs y jóvenes tienen acceso.
En este mundo regido por la inmediatez, el anonimato y la ausencia de consecuencias que tiene la palabra, el aula se constituye como territorio de resistencia, sostenido por su condición de presente pleno, de cara a cara, de afectividad y de cuidado: elementos indispensables para edificar una vida en común.
Carlos Skliar dice en una entrevista con Belén Grosso —en el libro Conversar la escuela. Complicidades pedagógicas para otra ternura— que la escuela tiene que ver con un doble cuidado: cuidar al mundo o ciertas cosas del mundo; pero, al mismo tiempo, cuidarnos del mundo (o de ciertas cosas del mundo).
Es cierto que en los discursos hegemónicos escuchamos sólo críticas a la labor educativa; análisis de quienes ostentan sus títulos en Ciencias de la Educación y hablan de una escuela que jamás pisaron; discursos de ONGs que basan su lectura en los resultados de pruebas estandarizadas, colocando a docentes y a estudiantes como foco de un problema del que nadie más quiere hacerse responsable.
Y si bien nos enfrentamos diariamente a las consecuencias del desfinanciamiento del Estado Nacional, también somos testigos de la belleza que hay en el aula, de la potencia que surge cuando lo impensado nos invade en la dinámica cotidiana, cuando un pibx te pide un abrazo o un límite, cuando una pregunta habilita una conversación que no fue planificada. Sabemos lo distinto que es cuando se aloja con ternura, cuando se acompaña como gesto reparatorio.
A la puerta de la escuela llega Alexis. Tiene 6 años y los ojos abultados de tanto llorar. Lo recibo con un abrazo y su mamá me cuenta que está castigado por haberse peleado con el hermano. También me pregunta si tenemos leche en polvo, porque el marido se quedó sin trabajo y, aunque está saliendo a cartonear de nuevo, no les alcanza para comprar la comida. Después de desayunar, Alexis lee en voz alta un poema que escribió y es aplaudido por todo el curso. Esta vez, llora de emoción.
Probablemente no haya una respuesta correcta a la pregunta sobre por qué apostar a la docencia. Pero hay búsqueda y, en el camino, algunas pistas. Mientras seguimos enseñando contenidos específicos y exigiendo mejores condiciones laborales, hacemos y ocupamos el espacio posible y político que es el aula: problematizamos lo dado, nos demoramos en una mirada, nos disponemos para el abrazo y seguimos soñando con transformar la realidad injusta a la que asistimos, caminando como señaló Freire en su libro “Cartas a quien pretende enseñar”, con una legítima rabia, con una justa ira y con una indignación necesaria.