Por Lic. Laura Quevedo García y Lic. Paula Quevedo García de AlMatriz - Argentina
La Semana Mundial del Parto Respetado nació en el 2004 a partir de una iniciativa de la Asociación Francesa por el Parto Respetado (AFAR) y, desde entonces, se replica en todo el mundo con el fin de visibilizar los altos niveles de medicalización y exigir el cumplimiento de derechos vinculados al parto y al nacimiento. Por consiguiente, desde hace varios años, los términos “parto respetado” o “parto humanizado” están socialmente instalados y forman parte de la militancia de diversas familias alrededor del mundo.
Argentina cuenta con la Ley N° 25929 (2004) sobre “Derechos de Padres e Hijos durante el proceso del Nacimiento”. En ella se describen conceptos tales como: ser considerada una persona sana y no ser discriminada, que se respeten los tiempos fisiológicos del proceso del parto, que no se lleven a nuestre hije de al lado sin razón ni consentimiento, entre otras. Aunque parecen cuestiones obvias, y actualmente podríamos estar en condiciones de mejorar dicha ley desde su denominación hasta su contenido, en su momento representó un recurso innovador y un gran avance en cuanto a derechos humanos.
Desafortunadamente, luego de 18 años desde su promulgación, pudimos comprobar que la sola existencia de una normativa no es suficiente para cambiar un paradigma arraigado a nuestra cultura. Si ponemos la realidad como perspectiva, lo cierto es que en este preciso momento hay un gran número de mujeres pariendo solas, medicalizadas y violentadas a niveles tortuosos en las salas de parto de nuestro país.
Si existen "partos respetados", los otros, ¿qué tipo de partos serían?
A partir de los conceptos “parto respetado” o “parto humanizado” se conciben diversas percepciones o impresiones. Existen ideas e imágenes formadas acerca de qué se trata o en qué escenario suceden estos partos. Pero, ¿hemos analizado conscientemente lo que se transmite cuando se habla de "parto respetado”?
Hablar de parto respetado deja implícita la idea de que es un tipo de parto y de la existencia de otros partos que no lo son. Desde un simple análisis lingüístico, podemos decir que los partos podrían ser o no ser respetados, por lo tanto, habilita la idea de que se hace un favor, se brinda un “plus” o un servicio extra que se debe elegir y/o solicitar. A partir de esta idea, se valida y naturaliza la opción de ser maltratadas en los partos, trasladando la responsabilidad de evitar esa violencia a les gestantes, quienes deben “empoderarse”, informarse, prepararse y, en muchos casos, pagar para recibir un trato especial y respetuoso.
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El hecho de colocarle una etiqueta o categoría a lo que debería ser habitual nos lleva a creer que se debe pedir respeto y luego corresponde agradecer por el buen trato. Además, otorga a quienes asisten la posibilidad de tomar el poder y decir, por ejemplo: “Yo hago o no hago partos respetados", intentando instalar que son elecciones peligrosas o se necesitan instrumentos sofisticados, condiciones extraordinarias o ambientes especiales. Además, se cree que son elecciones raras a las que sólo pueden acceder las ricas y famosas que, por ejemplo, cuentan en las tapas de revistas que eligieron un parto respetado para parir sin anestesia, en el agua o acompañada de una doula. Esto no hace más que reforzar el prejuicio de que, por un lado, se trata de un privilegio de clase; y, por el otro, es sólo para las "locas y hippies del parto en casa” que se arriesgan a parir de manera precaria, como animales o como lo hacían nuestras abuelas.
Un problema estructural
La toma de decisiones debería centrarse en la conservación y cuidado de nuestros procesos vitales, pero nuestra cultura androcéntrica y obediente a la medicina tecnocrática impuso la idea de que, si hablamos de “parto respetado”, nos referimos a un parto inseguro, sin la asistencia de profesionales idóneos y en condiciones poco asépticas. Por lo tanto, deconstruir dicho concepto es, entre otras cosas, visibilizar la opresión y la violencia a la que hemos estado sometidas durante cientos de años y reconocer una sumisión funcional al sistema patriarcal que nos coloca en un lugar invisible y pasivo, ocultando la potencia y singularidad de nuestros cuerpos y experiencias.
La mirada patologizante de la medicina sobre la atención de nuestros procesos fisiológicos, principalmente el parto, puso el foco en la supuesta seguridad que brindan las instituciones y en el saber indiscutible de les profesionales asistentes. Desde una perspectiva de cuidados de la salud, el punto correcto debería ser situar en el centro a las gestantes y, desde allí, tener un abanico de opciones garantizadas por el Estado para gozar de partos seguros, autónomos y realmente respetados.
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El modelo médico hegemónico se resiste fuertemente a la idea de reconocer a las personas gestantes como verdaderas protagonistas de sus procesos sexuales y reproductivos. Durante mucho tiempo se nos ha considerado incapaces, rotas, incompletas, falladas, invisibles, débiles, mañosas, escandalosas, irresponsables. Por lo tanto, dejar el parto y la vida de les bebés en nuestras manos es, para los prejuicios misóginos de nuestra sociedad, un gran peligro.
Parir con dignidad y desde nuestra autonomía
Es imperioso revisar el concepto del “parto respetado” como una opción, ya que naturaliza la posibilidad de que quien lo asista tenga la decisión de aceptar o no la opción de respetar un parto y, por lo tanto, le da un poder que sólo debería circunscribirse en la autonomía y soberanía de nuestros cuerpos.
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Sin embargo, sabemos que recuperar ese poder no es fácil ya que se entrecruza con estructuras culturales y pone en cuestión el poder de la obstetricia moderna que tanto prestigio ha alcanzado en los últimos 50 años. La propuesta durante la Semana Mundial del Parto Respetado no debería ser defender un “tipo de parto”, sino difundir información, crear propuestas para un cambio de paradigma y analizar la situación actual en la que estamos pariendo a nuestres hijes. En este sentido, es necesario recuperar el parto como acto sexual, y por lo tanto íntimo, consentido y fisiológico. Tener el derecho de parir dignamente, sea cuál sea el contexto, la forma, el lugar y asistente que elijamos, pero validando nuestros deseos, particularidades y necesidades. Reconocer que el patriarcado lo convirtió en un proceso médico, mecanizado e intervenido, que tiene como norma socialmente aceptada el hecho de no respetar nuestros tiempos y deseos.
Las intervenciones, interrupciones y medicalización de un proceso fisiológico y natural por excelencia, deberían estar sumamente justificadas, explicadas y consentidas ante su realización. Para ello, existe vasta evidencia científica, estudios, artículos y miles de años de historia que demuestran que las personas con capacidad de gestar podemos parir si nos dejan en paz y nos acompañan con amor y respeto.
En esta semana tenemos el deber de preguntarnos: ¿Somos realmente conscientes de que nos están robando un momento único en nuestras vidas? Y si somos profesionales de la salud, ¿somos realmente conscientes de que estamos interviniendo y violentando procesos sexuales ajenos?
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Las consecuencias de la violencia obstétrica son diversas y, frecuentemente, muy difíciles de superar. Es hora de reconocer que estas violencias configuran delitos descriptos en leyes provinciales, nacionales, recomendaciones y tratados internacionales. No debería nadie dudar ni plantearse la posibilidad de que tan íntimo, singular y trascendental proceso fuera violentado. El respeto durante el parto y nacimiento debería ser un derecho inalienable, inviolable e incuestionable.
Los feminismos y las luchas por la recuperación de nuestros procesos sexuales reproductivos y no reproductivos nos llaman a revisar una vez más el lenguaje y los conceptos influenciados por la obstetricia moderna para reivindicar que el parto es nuestro. Y que nos respeten es un derecho humano y no una opción.