El diario más leído de la ciudad de La Plata publica una entrevista que narra la historia parcial de un negocio familiar. Los detalles que el entrevistado olvida en su relato empujan a una joven al recuerdo de su infancia.
En esta nota, en un gesto de memoria desesperado, Mariana Peluso busca rescatar del olvido el nombre de su padre y el de las y los trabajadores de la panadería que la vio crecer. Porque no existen diferentes historias, sino los hechos y las distintas maneras de verlos y de vivirlos. Por eso, frente a la mirada edulcorada de un pasado complejo, el testimonio en primera persona de una protagonista.
Quien recuerde las paredes color rosa de esa esquina imponente en la Ruta 11 y 97, en las afueras de la ciudad de La Plata, sabrá que, debajo del amarillo chillón que ahora las cubre, se esconde la historia de una familia y de un barrio entero: “El Carmen”. Historia hermosa y trágica que no puede negarse, pero por sobre todo, no puede ocultarse. El jueves 13 de abril de 2023, en el diario El Día, uno de los más leídos de la ciudad, se publicó una nota que cuenta la historia de la “Panadería Peluso”. Una extensa entrevista al muchacho ahora a cargo de la fábrica, que olvida mencionar a personas que trabajaron gran parte de su vida para que cientos de vecinos y vecinas tuvieran en su mesa el pan más rico del barrio. Entre los olvidados, mi viejo.
Estaría mintiendo si dijera que recuerdo los detalles desde la inauguración, allá por la mitad del siglo anterior. Pero mis ojos de niña fueron testigo —desde el día que nací en los ‘90 hasta mis 18 años— del inmenso trabajo de mi papá y de muchos obreros y obreras que sostuvieron sobre sus espaldas lo que antiguamente se llamó “La Virgen del Carmen”. Por eso, en estas pocas líneas, pretendo reconstruir algo de esa verdad que el tiempo y una nueva fachada buscan condenar al olvido, recordando sus nombres y sus sonrisas, sus manos curtidas, sus cuerpos cansados.
Obreras y obreros del pan
Personalmente, hace años que no vuelvo a la panadería, el negocio familiar construido junto a la casa de mis abuelos donde transcurrió mi infancia. Un lugar que ahora representa para mí el dolor más grande que pueda imaginar. El recuerdo de mi viejo en el piso y de mi vieja arrodillada al lado de su cuerpo es uno de los últimos que tengo en esa casa. El día de su muerte la magia se hizo polvo y el templo de mi niñez se llenó de espinas.
Miguel Ángel Peluso se llamaba el hombre que, con errores y aciertos, puso su corazón como motor para que la panadería funcionara. El día que El Pelu, como muchos lo conocían, falleció de un infarto a sus 52 años —un 25 de febrero de 2011— un nuevo relato comenzó a gestarse. Un negocio empezó a construirse ahí mismo, donde él cayó sin vida. Como hija y testigo de esos años de sacrificio, es inviable permitir que sobre su memoria se edifique una mentira.
Cuando dejé de ir a la panadería, las paredes todavía eran del color que mi papá las había pintado y los muebles conservaban la forma que él les había dado con sus manos durante los ratos libres.
Como él, entre esas paredes tibias, muchas personas vieron pasar sus horas. Alejandra, La Ale, atendía el local de mañana y de tarde. Todos los días salvo los lunes, ella llegaba en una Zanella ruidosa que estacionaba en el fondo de la panadería. Los domingos, después de la siesta, la esperábamos con mi hermana y la veíamos acomodar prolijamente en bandejas las facturas que quedaban de la mañana. Se ponía su chaqueta blanca, siempre impecable, y pasaba un trapo al mostrador de madera amarillo; si hacía falta también barría el piso. Con sus brazos tiraba fuerte para levantar las persianas bien pesadas de la vidriera. A veces los clientes llegaban enseguida, entonces ella comenzaba a despachar. Si no, aprovechaba para limpiar las vitrinas donde estaban las masas secas. Si a la mañana se había vendido mucho, podía faltar alguna factura o incluso el pan, pero lo que nunca faltaba era la inmensa sonrisa con la que La Ale andaba por la vida, incluso sin poder disfrutar sus fines de semana.
Los domingos a la tarde no había obreros en la cuadra (así se llama el lugar de trabajo donde están las máquinas para hacer el pan), pero el resto de los días, ese espacio inmenso que el horno mantenía caliente se llenaba de personas que amasaban entre el ruido estruendoso de las máquinas. Pasaban horas trabajando sin parar.
Carlos era el cuñado de Alejandra, y era también una pieza fundamental en la fábrica: el maestro panadero, encargado de cocinar los bollos de masa. Era correntino y se le notaba en el acento, aunque hablaba poco. En su espalda ancha cargaba bolsas de harina de hasta 50 kilos, motivo por el cual sus rulos negros y su piel morena se teñían de blanco. Las palas de madera con las que empujaba el pan en el horno le lastimaban las manos, cuando me saludaba me apretaba los cachetes y yo sentía sus dedos ásperos llenos de harina y astillas. Mi abuelo Pocho —el hombre del que mi viejo y mi tío heredaron la panadería— lo quería mucho a Carlos. “Hasta mañana don Peluso”, le decía cuando se iba y, a veces, le apretaba un cachete como a mí. Mi abuelo le decía: “Salí, negro”, Carlos saludaba a todos y se iba riéndose.
Al mismo tiempo, y a veces más tarde todavía, se iba Cristián, un joven del barrio que trabajó estibando el pan desde antes de tener la mayoría de edad. Romantizar la historia de un pibe que laburó a la par de los adultos no sería justo, pero ese sacrificio, sin dudas, le permitió darle de comer a sus hijos. Cristian a su vez era hijo de María, una mujer que trabajó en la casa de mis abuelos hasta que su cuerpo se lo permitió. Era una señora amable, bajita y de pelo corto y suave, muy lacio. Cuando hablaba lo hacía con tal timidez que parecía pedir permiso. De ella había heredado Cristian su sonrisa tierna y tranquila. María hacía los mandados, planchaba, limpiaba el piso y cuanta tarea hiciera falta. Su labor se sumaba a la de mi abuela Coca, quehaceres del hogar que facilitaban a los hombres el trabajo en la fábrica.
Años después fue Estella la que ocupó ese rol, quien, además de trabajar en la casa, despachaba el pan a la mañana en el negocio. Ella conocía a la familia desde chiquita porque, al igual que el resto, era del barrio. Hasta había ido a la escuela con mi tía Susana. Estella no era una mujer suave sino más bien chillona, de risa fuerte y cabello rojizo; todos la criticaban y la acusaban sin pruebas de las cosas que la gente acusa a las mujeres pobres. Cuando se murió, todos la extrañaron y lo lamentaron. Al igual que María parecía querernos como si se tratara de su propia prole. Ambas fallecieron jóvenes: a las dos las recuerdo con claridad y un amor que solo se comprende si se piensa como fruto del que ellas sembraron en mí y en mi familia.
Las manos de esas mujeres también construyeron los cimientos de esta fábrica. Por ellas es también este ejercicio de memoria, porque la panadería puede cambiar de dueños y de nombre, pero nunca echar tierra sobre el recuerdo de sus trabajadoras y trabajadores.
La memoria sobrevive
Una versión de la historia nunca es la historia completa. No se puede pedir que un testimonio baste para dar cuenta de los recovecos del tiempo, pero la mentira es otra cosa.
Cuando falleció Salvador Peluso, el abuelo, mi viejo quedó a cargo de la panadería en compañía de su hermano, Jorge. Cuando mi papá murió pocos años después, fue Jorge quien continuó. Mi hermana y yo, con 16 y 18 años, un padre recién fallecido y una madre enferma, finalmente terminamos distanciándonos de todo ese mundo. Lo último que me dijo mi tío, una semana después del infarto de mi viejo, fue: “A mí no me va a explotar el corazón como a tu papá”. Con esa frase entre las manos, firmamos el divorcio definitivo con todo lo relacionado a “La Virgen del Carmen”. Con todo, menos con la historia, que también nos pertenece.
La última vez que fuimos con mi hermana a la pana, como le decíamos de pibas a ese lugar donde nos criamos, no estuvimos más de unos minutos antes de que nos sacaran a patadas. Desde ese día, donde la violencia terminó de materializarse, siempre tuve la necesidad de contar los hechos. Cientos de veces reproduje en mi cabeza las escenas y las palabras que componen este relato, donde el amor y el dolor se trenzan hasta confundirse, donde no hay bien o mal, sino historias complejas de familia y trabajo. Pero no fue hasta después de leer una versión mutilada de la historia que esa urgencia de contar se hizo carne.
Las vidas de las y los protagonistas de estos años brevemente narrados se cruzan y se distancian. Ellas, ellos, no son más que personajes de la vida cotidiana, padres y madres, hijos e hijas, trabajadores y trabajadoras, obreros del pan y de la vida. Narrar el pasado de la fábrica que los vio crecer y morir sin mencionarlos es una traición a sus memorias. Y permitir que la historia se cuente sin sus protagonistas es ser cómplice de tamaña canallada.
Quien recuerde las paredes de esa esquina imponente, color rosa antes y amarillo ahora, a orillas de la ruta 11 sobre la calle 97, culminación de las afueras de La Plata, senda hacia los verdes de Magdalena, deberá recordar que allí decenas de corazones latieron revueltos entre el ruido de las máquinas y el perfume inconfundible del pan recién horneado.
Muchos de esos corazones seguirán por ahí, ganándose la vida siempre dura, otros motores se habrán apagado tal como los mencionados, pero todos ellos conservan el derecho a que se los recuerde con la pasión y la humildad con la que existieron y existen. A todos y cada uno regalo estas palabras.