La medida de la ministra Soledad Acuña siguió el mismo curso comunicacional que el resto. Les docentes de la Ciudad nos enteramos cerca de la noche del jueves pasado por notas en los medios que, de ahora en más, teníamos prohibido usar el lenguaje inclusivo en el aula.
A la mañana siguiente llegué a la escuela con la planificación de la clase en la cabeza. Teníamos la puesta en común de una actividad pendiente y una pila de contenidos a trabajar de cara al cierre del cuatrimestre con quinto año. “No puedo no preguntar nada”, pensé después de tomar lista.
— ¿Se enteraron de la resolución que prohíbe el lenguaje inclusivo en la escuela?
La mayoría asintió.
— Y ustedes, ¿qué piensan?
Lo que siguió también tomó el mismo curso que el resto de los debates en el aula. Opiniones a favor y en contra, distintos recortes de análisis, las manos levantadas, la palabra circulando. Mientras moderaba el intercambio, pensaba si hay algún tipo de aprendizaje más potente que ese: la pregunta que se habilita donde antes había silencio o certezas acabadas.
El lenguaje inclusivo fue una de esas transformaciones sociales de las que la escuela no resultó ajena, incluso aunque no todes les docentes y estudiantes lo usen. La “e” se coló en carteles, comunicados y hasta evaluaciones permitiendo que miles de pibis se sintieran por primera vez reconocides por la institución escolar. También se abrió paso con el mismo espíritu que en el resto de los lugares: incomodar. Porque eso hay que decirlo y subrayarlo, no es solo una cuestión de “incluir”, sino también de que el conflicto irrumpa para tensionar nuestra forma binaria de ver el mundo.
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Por eso los materiales diseñados por la cartera educativa de la Ciudad para “comunicar de forma inclusiva sin alterar la lengua” no bastan. No se trata de una discusión sobre estrategias didácticas, sino de un cuestionamiento político por parte de un colectivo históricamente vulnerado que trae sus propias lógicas.
Existen múltiples formas de concebir a la escuela y su rol desde su surgimiento en la modernidad. De la mano de esas miradas también hay distintos paradigmas de gestión institucional. El Gobierno de la Ciudad defiende un modelo rígido que tiende a anular el conflicto y el lenguaje inclusivo es solo una pieza de ese rompecabezas. Lo que molesta, se desplaza.
Sin embargo, es posible pensar en otros modelos de gestión donde las subjetividades de las nuevas generaciones y los nudos que acarrean permeen en los pasillos, patios y aulas generando paréntesis. Resulta difícil imaginarlo en sociedades desiguales y fragmentadas donde a la escuela se le pide que se haga cargo de todos los problemas. Pero las escuelas -ahora en plural- también pueden permitirse transitar sus propios procesos y tiempos o, como dicen dos pedagogas, dejar que “el porvenir acontezca”. Esta perspectiva abre caminos mucho más sinuosos que la ruta estandarizada de pasos a seguir que pretende la gestión del PRO.
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