Mi Carrito

La ciudad que expulsa: una mirada feminista de la gentrificación

Gentrificación-BuenosAires
Compartí esta nota en redes

Cuando una persona entra a una plataforma digital en busca de un nuevo hogar, puede que pase esto: cientos de departamentos y otras propiedades publicadas en dólares, con palabras como “temporario”, “amoblado”, “por 6 meses”. La lista de complejidades para alquilar en la Ciudad de Buenos Aires ya las conocemos. Sin ir más lejos, hay un DNU vigente que deroga la Ley de Alquileres, promulgada en octubre del año pasado. Ahora bien, ¿sabemos cómo se llama el fenómeno que coevoluciona con eso? La gentrificación, que en parte le dio origen y vida a tal problemática, es su resultado directo. Algo así como la pregunta qué nació primero, si el huevo o la gallina. 

El término “gentrificación” se acuñó a principios de los años 60 por una socióloga inglesa llamada Ruth Glass. Fue una respuesta a cambios en la distribución de la sociedad en algunos barrios de Londres, Reino Unido. Parece lejano en tiempo y espacio, y en parte lo es. Sin embargo, a lo largo y ancho del globo, ese efecto que ella pudo poner en palabras fue desarrollándose de forma más o menos silenciosa hasta alcanzar los niveles de ruido que hoy nos ensordecen. Ciudades como Barcelona, Nueva York y Venecia también lo sufren. 

La gentrificación puede tener muchos orígenes, pero siempre un mismo resultado. La clase trabajadora es desplazada de su espacio porque su tierra vale cada vez más. Esas porciones de territorio pueden ser usadas para oficinas, shoppings, countries, barrios cerrados o, como se frecuenta actualmente en la Ciudad de Buenos Aires, para edificios finitos y largos, con cajas de zapatos adentro que llaman “monoambiente estudio”. Lo que ocurre después es que esas personas, cuya vida se ve revuelta por un factor externo del que además seguramente no se vea beneficiada, debe trasladarse sin chistar a otras zonas, cuyos terrenos aún no hayan sido alcanzados por las nuevas tasaciones.

Hasta acá podemos pensar que quizá se trate de un fenómeno muy común, de crecimiento, de desarrollo, de cambio del paisaje urbano. Y en parte puede ser verdad. Una ola que va creciendo hasta que alcanza la costa. Sin embargo, ese crecimiento pareciera ser sólo económico y esos bolsillos, siempre los mismos. 

En la Ciudad de Buenos Aires, este fenómeno tiene muchas aristas. Hoy, con un dólar paralelo pasando la barrera de los 1000 pesos, y con porcentajes de inflación altísimos, es entendible que muchas personas utilicen el recurso que tengan a mano para poder subsistir o, más aún, resistir. Pero el fenómeno de la gentrificación en nuestra ciudad lleva décadas. Ejemplos hay muchos: Palermo, Puerto Madero, Parque Patricios, Villa Urquiza, Villa Crespo, Chacarita, San Telmo y más. Barrios alcanzados por una modernidad que copó y ocupó espacios pasivos para usarlos como núcleo de la ola de desplazamientos. Terrenos baldíos, diques abandonados, locales baratos. Todos son material de futura gentrificación. 


También podés leer: Hasta que las ciudades sean feministas

Al principio, el movimiento más contemporáneo a nivel mundial se caracterizaba por artistas bohemios que, en busca de un espacio dónde vivir, se instalaban en lugares abandonados y comenzaban con su energía a resignificar espacios. Así surgían de forma orgánica corredores de artistas y emprendedores que poco a poco le devolvían la vida a algunos barrios y comenzaban a atraer nuevos comerciantes y visitantes. El resultado: el valor de la zona en términos inmobiliarios aumentaba y aquellos que antes ocupaban las calles aledañas se veían beneficiados en parte, hasta que la expansión de ese núcleo golpeaba su propia puerta. Algo así como debe haber pasado en Honduras y Gurruchaga, en pleno Palermo, donde hoy ya no deben existir meros civiles.

Lo que ocurre hoy, es que el artista bohemio se transformó en una empresa constructora y los emprendedores aledaños son franquicias de grandes cadenas. Entonces la ecuación cambia un poco. Llegan, destruyen, construyen y se van. Dejan un tendal de locales sin identidad que, si bien son útiles para el transeúnte común, le quitan toda la sensación de pertenencia al nacido y criado.

Pero lo más interesante del problema es la razón: ganar dinero. Entonces, el resultado es que los nuevos edificios están pensados para personas ajenas a la zona, con mayor poder adquisitivo, en detrimento de quiénes habitaban antes el espacio. Esto incluyendo, además, a los trabajadores remotos y los turistas que llegan a vivir a la ciudad temporalmente y a quiénes, hoy sobre todo, se les ofrece los espacios de arriendo. 

Esta situación, a su vez, se encuentra agravada producto de la reciente desregulación de la Ley de Alquileres. Según la Encuesta Nacional Inquilina publicada el último enero, realizada por la Federación Nacional de Inquilinos y Ni Una Menos, el 31,6% de los ingresos del hogar es destinado a los gastos de alquiler y expensas, sin contemplar impuestos y servicios generales. Además, no debemos perder de vista que en el último tiempo se redujo el plazo de estos contratos de locación junto con un incremento en la frecuencia de ajuste del valor como se observa en el 87% de los casos.

Considerando este panorama no es de extrañar que más del 50% de los hogares consultados en el informe presente deudas para adquirir alimentos, como se observa en mayor medida en mujeres y diversidades, siendo esto la razón indudable detrás de los sentimientos de angustia y ansiedad mencionados por las personas entrevistadas.

Por lo tanto, cuando nos ponemos en la piel de quienes sufren el impacto de este fenómeno de gentrificación que llega, hace sus cosas y se va, la cuestión se complejiza. Empezando porque los seres humanos somos gregarios y nos hacemos de un grupo de pertenencia que suele encontrarse en zonas cercanas por historia o por decisión; siguiendo porque elegimos y diseñamos de alguna forma semiconsciente nuestra vida y rutina en unos 10 kilómetros a la redonda. Por eso, cuando la gentrificación llega con toda su ola expansiva y los ingresos no alcanzan para afrontar el nuevo estatus requerido, no queda otra que emigrar.

Migrar a lugares periféricos, más centrales, más pequeños, colectivos, pero migrar. Y esa migración impuesta tiene un efecto devastador que, sumado a la frustración por la impotencia, termina por apagar algunas luces de esperanza. Porque la invasión del territorio ayer, hoy y siempre es una condena amarga. 

En nuestro caso, como mujeres y disidencias, tenemos que contemplar además el incremento de la vulnerabilidad de encontrarnos solas, sin redes de contención cercanas. Lejos de quienes supieron asistirnos en cuestiones personales o mismo para acompañar en las tareas familiares y de cuidado que suelen quedar a nuestro cargo. Eso sumado a la frustración del desplazamiento, genera una cadena de efectos nocivos.


Te puede interesar: Dejar la ciudad: entre el desarraigo y la búsqueda de un lugar mejor

En términos de seguridad física, encontramos una contracara. Por un lado, la reconversión de algunas zonas trajo nuevos medios de transporte e iluminación en espacios que resultaban más peligrosos de alguna u otra forma. Por otro, pueden surgir numerosos puestos de trabajo en locales comerciales. Sin embargo, el aumento en la distancia de desplazamiento puede exponernos por vernos obligadas a trasladarnos en horas menos concurridas por la ciudad. Incrementar el tiempo de viaje hacia el lugar de trabajo, es una de las principales problemáticas para quienes sufren la invitación a desalojar. El tiempo y el dinero invertido se incrementan y con ello disminuye la calidad de vida hasta tanto se alcance un nuevo equilibrio hogar-trabajo que resulte satisfactorio, si es que se cuenta con esa posibilidad.

Haciendo foco en la arista económica de la gentrificación, tenemos que mencionar la disparidad de ingresos que nos aqueja desde siempre. Y que aunque tiene impacto sobre nuestra realidad de manera constante, ante eventos de emergencia como este, nos presenta un nuevo desafío. Encontrar otro hogar donde instalarnos, que podamos mantener con nuestros ingresos y afrontar los gastos que el movimiento implica. Más aún ahora, que con el aumento de la informalidad laboral, muchas veces los requisitos de ingreso quedan por fuera de nuestro alcance.

Nadie quiere irse de su hogar porque lo echan. La historia del club de barrio, del supermercado de la zona y del bar de la esquina se ven forzadas a transformarse por las cadenas de farmacias, mercados, gimnasios y locales de comidas rápidas. Esta disputa por el espacio puede pensarse como una suerte de dominación por parte de quiénes tienen el capital mayor y toman decisiones sobre la vida de otros con las reglas del mercado como manual de usuario. Pero hay algo que es importante entender: la diferencia entre tierra y territorio es la identidad de las personas que lo habitan.


Compartí esta nota en redes

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *