Mi Carrito

Más allá del género: endometriosis en cuerpos disidentes

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El pasado marzo en algunas provincias se avanzó sobre el proyecto de ley de endometriosis de alcance nacional que se promulgó en 2018. La ley intenta sancionar nuevas regulaciones en la entrega de medicamentos, tratamientos y campañas de concientización. A su vez, se propone crear un Registro Nacional de Endometriosis que tiene como finalidad “confeccionar una base de datos para el análisis y estudio de la Endometriosis”, que brinde estadísticas e informes a entidades públicas.

Sin embargo, tanto en la nota de ley como los anuncios de salud pública se habla exclusivamente a las mujeres: no hay campañas registradas en Argentina dirigidas a la población transgénero que pueda padecer endometriosis. A diferencia de otras enfermedades crónicas, se hace una especial mención al género por estar relacionada con el funcionamiento del útero y el endometrio, omitiendo la existencia de personas trans y no binarias que puedan padecerla.

Que la endometriosis sea pensada como una enfermedad de mujeres, es posiblemente la causa de que haya una gran diferencia de inversión en contraste con otras enfermedades, generando que muy pocos profesionales de la salud se capaciten en el tema y que los estudios la vinculen con un problema de fertilidad. 

Este sesgo, además de negar la ley de identidad de género, reduce la importancia del impacto de la enfermedad en quienes no quieran ser parte del sistema reproductivo. Los cuerpos disidentes no son nombrados y si lo son, se les dice "personas gestantes", aún si no gestaron porque no pueden o quieren. 

La falta de investigación hace que se opere e intervengan los cuerpos de urgencia, en guardias, sin consentimiento, algo que en muchos casos puede empeorar el problema para siempre. Esto puede verse como una clara extensión de la violencia ginecológica y obstétrica.

Soy una persona trans no binaria y tengo endometriosis profunda. Mi diagnóstico, como el de muchas personas, tardó 10 años en llegar, luego de tratamientos estrogénicos orientados a tratar síntomas sin diagnosticar. Como sucede con muchas personas que tienen el mismo diagnóstico, pasé por muchos padecimientos que llevaron a mi salud a estados de gravedad y a una fuerte pérdida de calidad de vida.

Mi identidad de género siempre estuvo en un lugar secundario al estar en riesgo mi salud en un sentido amplio. En todas las instancias médicas se asumió mi género sin consultar. Actualmente estoy en mi tercer año de tratamiento. A pesar de los dolores diarios, pude volver a hacer una vida que dentro de una mirada capacitista se considera "funcional".

En las estadísticas sigo siendo una mujer.

I

La vida por fuera de la existencia hetero cis antes de la ley ESI, matrimonio igualitario e identidad de género suponía (y aún lo supone) vivir una doble vida o luchar por nuestra supervivencia todos los días en cada espacio que transitamos. 

A mis 19 años me fui a vivir con mi pareja saliendo de un primer closet de lesbiana. Por ese entonces era muy común para nosotres decir que yo era "un varón ('metrosexual)' encerrado en el cuerpo de una mujer". Nos reíamos de eso. Teníamos la enseñanza de que habíamos nacido en el cuerpo equivocado. Crecimos entendiendo que éramos un error que teníamos que resolver.

Era 2008. Recuerdo a mis amigas trans operándose en la casa de una amiga médica que les hacía un "favor" de hacer las cirugías que todavía ninguna ley garantizaba, utilizando implantes y aceite de avión. 

Los sábados a la noche, en la previas de las salidas, una amiga marika nos contaba como una aventura a quién de nuestras amigas había operado, porque asistía como ayudante de operación, siendo ella contadora. Nos reíamos de su ignorancia, de no saber distinguir un bisturí de cualquier otro elemento, asumiendo con total naturalidad nuestra falta de derechos. Hoy estas operaciones se realizan en hospitales públicos. 

Unos años más tarde una compañera me compartió El pensamiento heterosexual de Wittig. Y entonces por primera vez leí a alguien decir que algunas lesbianas no éramos mujeres.

Se abrió adentro mío una puerta, y la persona encerrada empezó a querer salir.

II

Crecí en un pueblo sin ESI, sin herramientas para entender ni mi propio cuerpo ni mi propia historia. Sufrí infinidad de abusos y tardé décadas aprendiendo lo que hoy, gracias a esa ley, se enseña en la escuela.

Allá —en mi pueblo, pero podría ser cualquier otro lugar— todavía existe en el imaginario popular una exigencia de "adecuación de género" binario y al mandato hetero-cis. Si sos trans, además tenés que lidiar con mucha violencia, señalamientos y exclusión ya que aún existe la idea de que hace falta un alta psiquiátrico para realizar el cambio de género en el DNI —en esa doble violencia que también es hacia las personas neurodivergentes—.

Si sos no binarie te exigen androginia; si sos varón o mujer, hay ciertas expectativas de cómo comportarse, vestirse, actuar, hormonarse y operarse.

¿Y si el cuerpo no puede?

III

La endometriosis en ese tiempo era algo completamente desconocido por la mayoría de los médicos. La primera operación que me hicieron fue a los 16 años. Me sacaron quistes de un ovario, luego de meses de tratamiento con estrógenos.

Esto impactó mucho en mi autopercepción, me llevó a dejar de comer nuevamente para intentar borrar las marcas que esas pastillas 'feminizantes' habían acrecentado en mi cuerpo. Fue entonces que tuve mi segunda recaída en la anorexia y la bulimia, algo que había comenzado muy tempranamente.

Quería que mi cuerpo no ocupe lugar: sentía que era mejor no existir.

IV

A medida que fui creciendo, las visitas a las guardias empezaron a ser algo frecuente: no había ningún analgésico que pueda calmar un útero con contracciones todos los meses. El dolor era insoportable, entonces me inyectaban antiespasmódicos, me daban ketorolac o naproxeno. 

Aparecían órganos afectados y en dos ocasiones me quisieron operar de urgencia: una vez de la vesícula y otra del riñón. Hasta que "avisé" que tenía endometriosis y mi cuerpo se inflama. De a poco iba acostumbrándome a vivir con esa realidad.

En la búsqueda de alivio, siguieron tiempos de un vegetarianismo más estricto, ayunos y dieta amucosa para alcalinizar el cuerpo, mucha práctica de yoga, cursos de respiración. 

Años más tarde empecé fedora, una técnica de meditación que propone entrar en contacto con la médula, para guiar al cuerpo hacia el movimiento consciente, desde adentro. Buscaba entrar en otro estado de consciencia, memorias y comprensión de mi historia, pero cuanto más adentro iba, más dolía. El síntoma, signo, huella, estaba ahí: podía entender sus bordes, observarlos, buscar qué lo produjo, pero no existía forma de borrarlo. 

“La endometriosis es una marca de guerra”, me dijo hace poco mi ginecóloga.


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V

En esas épocas empecé un tratamiento con otro médico homeópata. Las hemorragias fueron más intensas: en la calle, en el subte, en el trabajo: el tabú de la menstruación derramado a los ojos de todes.

Tengo infinidad de recuerdos en mi casa, solx, limpiando el piso, mi ropa, la cama, con las últimas fuerzas que me quedaban.

En esa época varios médicos de distintas instituciones me dieron el mismo diagnóstico: hospital público, médicos homeópatas, un iriólogo, y hasta un especialista en endometriosis de una clínica de fertilidad. Fue un sinfín de consultas médicas, hasta aceptar que no estaba pudiendo con ese mensaje del cuerpo.

El especialista sentenció: endometriosis profunda. Sugirió intentar con Visanne (dienogest), una medicación que por esos tiempos estaban empezando a probar en nuestros cuerpos, sin ningún tipo de garantía de qué pasaría en el futuro. Su principal función es frenar la ovulación.

Durante ocho meses pude volver a disfrutar de caminar, ir y venir, hacer peso y no estar en guardias médicas mensualmente.

Pero mi desconfianza en un tratamiento crónico y sobre todo en lo que yo entendí como una menopausia inducida (técnicamente no es esto), hizo que fuera a discutirle al médico si no había otra cosa que hacer que tomar una pastilla diaria para no menstruar, para siempre. Escuché la frase como un mantra hasta entender: “La única forma de detener las heridas internas es que no haya menstruación”.

No es que me gustaba menstruar, pero no me entraba en la cabeza que eso no tenga efectos secundarios ¿Cómo podía ser que no le haga mal al cuerpo? ¿Cómo podía ser que no se cure? ¿Que nadie sepa ni qué lo causa, ni qué lo genera?

Creo firmemente que el origen de toda esta falta de información es la historia de "histéricas", exageradas, a quienes "la menstruación duele y es normal", porque suponemos ser el "sexo débil" y de esto no se habla públicamente porque son "cosas de mujeres".

Toda esa opresión y tabúes que imprimieron como huellas sobre nuestros cuerpos llevaron a que prácticamente no haya ni una investigación médica que no esté orientada a resolver este padecimiento sin que sea con fines reproductivos. De hecho, quienes más saben de esto son quienes trabajan en clínicas de fertilidad: es ahí donde el tema se vuelve importante o urgente. No vaya a ser que se caiga el mandato de maternidad por falta de úteros fértiles.

VI

Cuando le dije al médico que igual me iba a arriesgar y dejar las pastillas, me dijo: “Bueno, ya vas a ver, te van a terminar vaciando”.

Esa palabra me da escalofríos, eso que le hicieron a mi abuela —¿que tal vez haya tenido lo mismo que yo?—. Una persona considerada por la medicina como mujer, sin órganos reproductivos, para estos médicos, queda vacía. A esta práctica se le llama histerectomía. El simbolismo patriarcal habla por sí solo.

Igual dejé las pastillas. Fueron los peores momentos del proceso. Fue de las decisiones que más me enseñaron, por error, por mi falta de humildad en pedir otra ayuda de alguien menos cruel, en no poder aceptar que por mucha exigencia social capacitista, no podía solx.

La lucha por defender la autonomía de mi cuerpo me estaba matando.

VII

En ese momento conocí una de las médicas que más me acompañó humanamente en este proceso de preguntas sin respuestas. “La endometriosis para la medicina oriental es algo que está fuera de lugar”, me dijo. La memoria de abusos y violencias seguía hablando a través de mi cuerpo.

Después de dejar el tratamiento, seguí con distintos tipos de medicina alternativa, uno de ellos fue con planta de ortiga y terapia con piedra de obsidiana. Fue la parte más profunda del proceso. En la última de las meditaciones con la piedra, yo ya venía sufriendo desmayos, posiblemente por estar nuevamente hacía más de un mes con hemorragias.

En la última meditación que hicimos, profundizamos en la conexión útero-corazón. A las pocas semanas, tuve una afección cardíaca, supuestamente “pericarditis”, una inflamación de la capa que recubre el corazón.

VIII

Si mi compañera, que estaba conmigo en ese momento, no llamaba a la ambulancia aquel domingo después de esas semanas de hemorragias y desmayos, tal vez hubiera seguido visitando guardias donde me retaban —porque lo que más recibí en esos años fue infantilización— o me decían que era mi culpa estar así, por no hacer un tratamiento no probado para la endometriosis. 

Lo último que me dijeron el día anterior, después de una jornada entera en una guardia, fue que no tenía nada, que lo que tenía era deshidratación por calor.

Al otro día ya no podía moverme de la cama y al hacerme un electrocardiograma, la médica de la ambulancia me dijo que me tenían que llevar porque tenía bradicardia. Cuando me bajaron de la ambulancia recuerdo que le dije a mi compañera: “Por favor, no los dejes que me saquen el útero”. Ella me prometió que no lo iba a permitir, aunque sabíamos que después de tanta sangre que venía perdiendo, lo que pasaba posiblemente era algo grave. 

Pero no. “No hay nada en el útero, tenés un problema cardíaco”. Yo recuerdo no entender bien qué pasaba y decirle al médico que no podía ser, que se fije si no se había equivocado de paciente, y le señalé a la paciente de al lado mío. Estaba en shock. Insistí en que yo tenía endometriosis, que mi corazón estaba bien.

Para los médicos de esta institución, aunque estén dentro de un mismo cuerpo, bombeen sangre, y trabajen conjuntamente, mi útero y mi corazón no tenían nada que ver.

Sin indagar mucho en que pasaba, me dieron el alta médica antes de tiempo. Seguía bajándome la presión en la calle, entonces ante la insistencia de mi familia, busqué otra opinión. Encontré un especialista en investigación cardiológica en la UBA, que me hizo hacer una resonancia magnética: "Tenés miopericarditis con derrame pericárdico”.

Tres meses más de reposo, ahora total, y podrían haber sido seis. Mis amigues me traían bolsas de comida, no podía caminar ni una cuadra, pedí licencia en el trabajo y tuve que frenar mi trabajo particular.

Lo primero que le pregunté a mi cardiólogo es si podía haber relación entre mi endometriosis y esto que le pasaba a mi corazón. Me dijo que no había evidencias de que esto pudiera pasar, pero que tampoco lo podía descartar.

IX

En esos tiempos yo me presentaba como varón trans, entendía mi género fluido, quería tener bigote y hacerme la mastectomía.

Pero la imposibilidad de realizar cualquier intervención en mi cuerpo me obligó a desarmar mis propias exigencias sexo genéricas internalizadas y a preguntarme cómo habitar esta identidad llena de contradicciones y tensiones sin resolver, respetando lo que puede el cuerpo.

X

Cada vez que la gente me dejaba de hablar, me burlaba, me recordaba mi nombre muerto a propósito, me preguntaba hasta donde se relaciona el cuerpo y la identidad.

Me quisieron pegar, corregir a violaciones, me amenazaron, me quisieron echar de trabajos, todas vivencias que lamentablemente son comunes a otras existencias transgénero.

XI

La enseñanza para las personas trans muchas veces radica en que podamos agradecer quiénes sí nos valoran, y aceptar que quienes no lo hacen, posiblemente tampoco se aceptan a elles mismes.

XII

Antes de la pandemia tuve uno de los últimos episodios más difíciles, después de recuperarme del corazón. Dos meses de hemorragias uterinas, mientras intentaba hacer mi vida laboral.

"En la asamblea de músicas estamos viendo si aceptamos a varones trans", me dijo una chica de una banda en la que tocaba, aludiendo a que mi participación estaba puesta en duda. De ese grupo me fui porque no soporte más la transfobia.

Esos años de exclusión de espacios en medio de tanta vulnerabilidad de salud me llevaron al fondo del pozo. Me dieron muchos diagnósticos, que tal vez no sea endometriosis, que tal vez hay algo sistémico más allá de eso, cáncer, lupus, "que hay que investigar, que son muchas cosas en muy poco tiempo".

Yo sentía que estaba en el piso y la realidad me seguía pateando.

Un pólipo uterino, una operación que no fue, un hueso roto por debilidad. "Necesitamos que te tomes un año sabático para poder estudiarte bien y ver qué le pasa a tu cuerpo", me dijo mi médica.

Como si hubiera sido una premonición, vino la pandemia.

XIII 

Por esos años yo casi no iba a mi ciudad. Pero creí que me estaba despidiendo de verdad y que iba a suceder sin que mi familia sepa ni acepte quién soy.

Ante el aura de la muerte, necesité hacer todo lo que mi alma sentía. Hablé con mi familia y amigues del pueblo: lo que más me costó de todo el proceso.

Es más fácil vivir en una burbuja de gente transfeminista, que entiende quién sos, que sentís, a quienes no tenes que pedirles que te acepten.

Abrirnos a la otredad siempre es un poco morir.

XIV

En esos años de volver al pueblo conocí una manada hermosa de mostris que me acompañaron a plantarme ahí donde más dolía.

En ese tiempo un estudio mostró nuevos endometriomas y no hubo dudas para les mediques de que no había otra opción que volver al tratamiento por endometriosis. Y sino, había que sacar útero, ovarios y trompas. Mínimo dos años de dienogest, era la opción menos invasiva y más prometedora.

Fue difícil de tragar. La cantidad de personas que me dijeron que siga haciendo sanación de útero, que la bioneuroemoción de mi padecimiento, que si más Reiki, o que si tomaba tal o cuál remedio casero me curaba.

Todo el mundo tenía la solución para un problema que no solo yo, sino cinco decenas de mediques no tenían. Aún no hay un acuerdo sobre qué genera la endometriosis, aunque dicen que el cuerpo se inflama porque interpreta las toxinas de algunos plásticos como estrógenos, y ese exceso hace que se desequilibre el organismo. La causa parece ser cada vez menos inocente.

XV

En los años que volví al pueblo siendo abiertamente trans encarné la sombra.

“Diablo”, me dijo en la cara un señor caminando por la calle. No soy creyente, así que no quedaba otra que reírse.

A los pocos meses otro señor con un megáfono —supongo que evangelista—, dio un sermón enfrente del balcón de mi casa. Hay gente que ocupa su tiempo en eliminarnos, y si no puede, en convertirnos.

El binarismo sexo-genérico lleva a la lógica de querer “normalizar” cuerpos para que se adecuen a ciertas reglas de la biología. Este mandato de adecuación mata, excluye, encierra, enferma. Porque la diversidad va mucho más allá de lo que estatiza la ciencia y la experiencia del género trasciende los límites de la experiencia del cuerpo.

La identidad no binaria puede ser muchas formas de existir por fuera del binarismo varón-mujer. En muchas cosmovisiones, nuestra existencia es ancestral. Pero en esta sociedad capitalista, orientada por mandatos heterosexuales y cis género, hacer lugar a nuestras identidades es incluso un problema administrativo: ni siquiera los sistemas de gestión estatales están aún preparados para albergar esto que se plantea como una incógnita.

Es urgente que la medicina empiece a nombrarnos, si lo que se propone es implementar la ley y realizar estadísticas reales. Sólo así será posible proponer campañas por fuera del paradigma de úteros reproductivos y salvar vidas de personas que están viviendo en un infierno sin siquiera saber de dónde viene el calor.

Foto de portada: Victoria Eger


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