Estoy hecha de recortes. No sé si soy una obra de arte bien valuada, de esas que se reconocen llamativas y vanguardistas; o soy un monstruo fabricado con partes en desuso.
Empezamos por mis pies, contrarios a los de mi padre. Él, pie plano. Yo, arco vencido. Como si mi cuerpo hubiera querido rebelarse y distanciarse de ese ser ausente y egoísta.
Seguimos con mis piernas, las cuales se parecen a las de mi abuelo Carlos: firmes y redondas. Con la fuerza necesaria para recorrer grandes distancias y descubrir contemplativamente el mundo que nos rodea.
Llegando a la mitad del cuerpo, nos encontramos con mi panza. Indudablemente le pertenece a mi hija Lucía. Fue su refugio durante nueve meses y en ella veo las marcas de su estadía.
Bien pegada a ella, como no podía ser de otra manera, está mi pecho. Este alberga un órgano que bombea sangre y hace funcionar el resto del rejunte. Mi pareja es su mayor poseedora. Once años de sueños compartidos que han hecho disfrutar y sufrir a ese puño rojizo.
Colgando a los costados y esperando para cobrar vida, están mis brazos. Ellos son de mi hermano Julián. Nos hacen fundirnos en abrazos interminables que cicatrizan cualquier herida. Allí comprobamos que dos son más que uno y que las penas compartidas parecen doler menos.
Finalmente, llega ella, la protagonista: mi cabeza quien pertenece a mi abuela Betty. Sus pasiones, obsesiones, ansiedades y depresiones nos pertenecen. Me agobian y me liberan al mismo tiempo.
Soy de todos y no soy de nadie. Muchas veces me cuesta reconocerme y peleo duramente con mi imagen. Luego recuerdo que nos queda un largo camino por recorrer y trato de amigarme. Busco que mis ojos sean piadosos y que me observen con el mismo amor y la misma paciencia que lo hacen con quienes quiero. A veces puedo. A veces, no.