Mi Carrito

El enojo de las madres

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Por Macarena Álvarez

Hay una creencia generalizada que reduce a las madres a la ternura, como si al atravesar ese umbral nos pusieran un traje transparente a prueba de cualquier calamidad y seamos, ante todo, tiernas. Algo que se relaciona con la blandura y la suavidad, que nos envuelve en nubes de algodón y colores pasteles porque así es como debemos recibir a nuestras crías que, ojo, no son bebés. Son bendiciones. 

Ese velo sagrado se rasga al momento de parir. ¿Hay un acto más salvaje que el parto? ¿Existe alguien que haya parido sin gritar, sin escindirse, sin enojarse? Quienes no lo hicieron, por haber tenido una cesárea o por el motivo que sea, ¿no se volvieron locas de cansancio al volver a sus casas? Ahí es donde, creo, el velo no se rasga, sino que se destruye. El fantasma de la maternidad que nos persigue se convierte en el joven manos de tijera: corta, corta, corta desquiciadamente el velo de ternura hasta dejarlo hecho jirones en el piso, entre pañales, llantos y misterios. Ahí es donde se recrudece el enojo de las madres, en ese hogar transformado en campo de batalla, porque si bien hay, por supuesto, momentos luminosos en donde rebalsamos de amor, esa primera etapa es la confirmación de la mentira mejor comercializada de todos los tiempos. Ahí es donde nos damos cuenta de que hemos caído en una trampa.

¿Cómo no vamos a enojarnos si tenemos los pezones rajados, no dormimos ni dos horas seguidas, sangramos sin parar y el llanto del bebé nos rompe los tímpanos? ¿Me lo pueden explicar? ¿Y si, encima, vivimos todo esto en soledad? 

El enojo no se identifica enseguida pero sí sentimos un malestar que sube de volumen con el correr de los años hasta que llega un momento en que nos damos cuenta de que eso tiene un nombre. Ese momento en el que reconocemos la verdadera emoción y comprendemos el origen es, para cualquier madre, revelador. Entendemos que estamos atrapadas en un sistema que se reproduce en nuestras casas y en la crianza de nuestres hijes. Y lo peor es que somos nosotras quienes aceptamos el rol asignado, nosotras quienes elegimos ocuparnos de todo, aguantarnos todo, limitarnos todo. Y el enojo, en la epifanía, se redobla. ¿Cómo voy a estar tan mal de la cabeza? ¿Cómo yo voy a permitir que todo recaiga en mí? El odio puesto en el otro pasa a ser un auto odio. Un me odio. Y eso, eso nos saca de quicio. Porque somos nosotras quienes decidimos reducir la carga horaria laboral o directamente, renunciar a nuestros trabajos remunerados; nosotras quienes vamos al supermercado, quienes ordenamos los juguetes, quienes llevamos a nuestros hijos al turno con el dentista o a la clase de natación, nosotras quienes organizamos las fiestas de cumpleaños, la ropa de las vacaciones, la agenda semanal. ¡Qué imbéciles! Es nuestra culpa, todo eso que detestamos y que nos causa tanta rabia lo estamos eligiendo.

Se trata, entonces, de redirigir ese enojo hacia otro lugar. Dejar de fabricar excusas que nos apaguen el fuego del enojo, dejar de relativizar la emoción, dejar de enunciar el “no es tan grave” que secunda la idea del “yo puedo con todo”, dejar de negar la injusticia. Estamos enojadas porque la maternidad, en los términos en los que se vive actualmente, es demoledora. Y si esos términos no cambian, seguiremos perpetuando el insensato modelo de la abnegación o el superpower, construido sobre una montaña de falsedades patriarcales. Por eso, ese enojo producto del cansancio que impone la tarea de cuidar, tiene que ser convertido en militancia. Y esos gritos pelados que lanzamos solas en el baño o que nos callamos apretando los dientes, tienen que salir en forma de reclamos. Reconfigurar la ira en pos de un mundo que nos registre, que no solo aprecie lo que hacemos las madres, sino que lo remunere o que lo aliviane. 

Recibir un salario puede causar gracia, pero el tiempo que no invertimos en ser socialmente productivas lo estamos invirtiendo en asegurar la supervivencia de la especie. Todo ese conjunto de tareas que no son retribuidas económicamente tienen un costo. Y si bien hay una ley que reconoce esa labor al momento de la jubilación, en la práctica nadie ve un peso. Son años y años con sus miles de horas que valen nada. ¿Y si a eso le sumamos un contexto desafiante en el que hay poco dinero o poco sostén? ¿Y si el hije que estamos cuidando es premature o tiene una discapacidad? La desesperación se agudiza, la salud mental pende de un hilo y nuestra economía se empobrece, día tras día. 


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Entonces, apelemos a encontrar la manera de alivianar esa carga, tanto a nivel estatal como social. Exijamos licencias más amplias para madres y personas no gestantes, reducción de la jornada laboral, guarderías y lactarios en los espacios de trabajo, personal de salud capacitado en perspectiva de género, paternidades activas, grupos gratuitos para bebés y cuidadores, espacios que incluyan a las infancias, sororidad colectiva en el modo de tratar a las madres entendiendo que no son “mamis” ni perdieron su intelecto, entendiendo que somos sujetos pensantes y deseantes, entendiendo que necesitamos recobrar nuestra individualidad para poder criar con más disfrute y menos enojo. 

Si esto le parece a alguien mucho pedir, que piense un segundo una cosa: ¿En manos de quién está, principalmente, la nueva generación? 

Feliz será el día en que tomemos consciencia. Ahí el enojo se disipará. ¿O no, mamás?



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1 Comments

  1. Sara Esther Santi

    me encantó la nota.

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