El amor después del amor cumplió treinta años y, lejos de pasar desapercibido, Fito Páez lo celebró con varios estadios llenos. Un disco que emociona a quien lo escucha, con temas que viajan hasta los rincones en donde se esconden los sentimientos menos concurridos. Un concepto en sí mismo que cuenta historias de las que siempre alguien fue o le gustaría ser protagonista. Imposible escapar a los pelos de punta y, diría más, a las lágrimas.
Este álbum se linkea generalmente con el amor de pareja, tal vez por su nombre, el cual comparte a su vez con el tema principal. De hecho, en el primero de los shows que Fito brindó en las últimas semanas fueron grandes protagonistas Cecilia Roth y Fabiana Cantilo, las musas que lo inspiraron, según sus propias palabras.
A riesgo de molestar este ratito de amor romántico que habilita la fecha, quisiera contar un relato que propone otra vuelta por los significados del amor —que, dicho sea de paso, son tan grandes como el mismísimo amor—. De este modo traigo a mi escenario ficticio a uno de los amores más grandes e infinitos que existen en los discos y los mundos: el de una madre, el de mi madre.
Cuando era piba tuve un jardín
En 1992, un mes después de la publicación de la gran obra maestra de Fito, nací yo. Con dos kilos y pico y un camino largo y sinuoso hasta llegar a este texto. Claro que no vi nada notable en esa coincidencia hasta ahora, que ambos alcanzamos la tercera década. Pero no es sino así como una se pone a pensar sobre los detalles del pasado, donde los datos cobran relevancia.
En el living de mi casa de Barrio Jardín, un barrio en las afueras de La Plata, había un equipo de música que no podía ni mirarse, salvo con permiso de mi vieja. No era uno de esos minicomponentes multifunción con más de una bandeja y volumen para todo el barrio. No tenía colores ni parlantes grandes. Era más bien sobrio y antiguo, una especie de reliquia. Pero sí tenía la suficiente tecnología como para reproducir CDs, como le llamabamos en esa época. Mi vieja tenía en su repertorio musical una colección de pop de la Revista Gente, un disco doble de Sui Generis, los primeros de la Sole, alguno que otro que no recuerdo tanto, y una pila de cassettes, vigentes aún en los ´90.
No le gustaba —ahora que pago por mis cositas la entiendo bien— que use su equipo, así que ya desde muy chica me gestionó un reproductor, aunque yo siempre quise el suyo. Con el tiempo me dejó usarlo, eventualmente, y así empecé a investigar la música: buscando en sus listas. Sin embargo, aunque la búsqueda solitaria siempre es buena, los momentos más ricos —también algo que comprendo ahora, treinta años después— eran los que ella elegía para escuchar conmigo y mientras me contaba historias sobre su relación con esas canciones.
Los relatos que más me acuerdo son los relacionados con los temas de Sui Generis, de ese modo me regaló también algunas imágenes de su adolescencia que atesoro y revivo cuando vuelvo a esas melodías: los días de la primavera con sus compañeras y compañeros de la escuela, las ideas que emergían en esa época, en fin. En aquel momento no se podía complementar las historias con imágenes de Google, o con un número indiscriminado de selfies en un teléfono, pero siempre me la imaginé con pantalones oxford, rodeada de tipas y tipos que prendían sus primeros cigarrillos, con guitarras y guardapolvos.
El amor después del amor, junto con el de García y Mestre se volvió, de todos, el disco más especial. Peleamos tanto por él —yo en realidad, ella simplemente lo cuidaba de la desfachatez de mi adolescencia— que al día de hoy es el único que no encuentro; la última vez que lo vi estaba rallado y sin el librito de la tapa. Por varias cosas me atraía, una era que tenía las letras de las canciones, pero la más importante fue que, cuando ponía el disco, siempre recordaba haberlo escuchado sin cansancio durante el último tiempo de su embarazo, y aseguraba que meses después no lograba dormirme sino con esas mismas canciones.
La apropiación de esas letras, poderosas, rebeldes, me llevó por varios lugares a lo largo de la vida. Pero al menos una parte de todas las canciones será para siempre una flecha directa a la memoria, como un link a mi vieja y al terreno desconocido que me resultó su juventud. Será Thelma y Louise juntas, brillante y furiosa, un ángel y un rubí. Estará dando vueltas y más vueltas, yéndose, tal vez a tocar rocanrol, para no volver nunca más.
No podría decir que por haber tenido una historia sienta por esta obra algo en particular que el resto no logre sentir, entiendo que es extraordinaria y cada persona tiene seguramente una relación propia con todas o algunas de las canciones que la componen, pero me conmueve sentir el amor después del amor pensando en el amor de mi mamá, una fuerza que trasciende al tiempo y seguramente al espacio también, pero que se entiende y se celebra treinta años después.