“La mente es como un trineo inmundo que nos arrastra por malos caminos dejando huellas para que nos atrapen, callate y decí por qué la manoseaste, por qué la infiltraste en tu casa para enseñarle sobre las aves y las abejas. Cuando está así frente a un trofeo y más si tiene posibilidades se lo ve salido y asqueroso, como un infectado y da vueltas, vueltas, agarra las latitas de cerveza que dejaron los otros, se arrastra, se pierde, parece un chico malcriado, pero si no, le juro que suele ser un vecino ejemplar, doy fe, gendarme, un vecino sin historias, un hombre normal, si hasta fue él el que nos ayudó con toda la instalación eléctrica acá, antes esto era un chaperío.”
Así empieza Degenerado, una novela que parece armada de laberintos pegajosos más que de palabras. Hay voces que amenazan, defienden, justifican, juzgan. Sin embargo este es el soliloquio de un pedófilo que defiende su inocencia porque nunca escuchó hablar del consentimiento. Que desea no haber violentado a una niña, no por arrepentimiento sino para volver a ser ese viejito que sale a sacar la basura tranquilo, un vecino más de su aldea. Un tipo que cree que el amor es eso que su padre le obligaba a hacer a su madre cuando él era un niño que veía todo con los ojos demasiado grandes. Que se horroriza cuando le gritan racista, pedófilo porque no se reconoce en esas palabras. Que en ningún momento muestra empatía: más bien la exige, reclama y denuncia desde su pose de perseguido, de censurado por lo que considera la moral pacata del poder. Que no se percibe él mismo ejerciendo ese poder al que acusa de verdugo.
Escrita por Ariana Harwicz y editada por Anagrama, habla también de la ficción de la normalidad. Porque la ley aparece para castigar cuando se ha cruzado el límite de lo que se considera crimen y lo que no, que no protege a las niñeces, las abandona y, en todo caso, se materializa cuando los cuerpos ya han dejado de ser, de respirar el mundo.
Todo va bien si la violencia es ejercida sobre ciertas personas y de cierto modo, pero cuando una buena víctima es profanada y se rompe con el discurso de la normalidad, el Estado se hace presente con todos sus mecanismos, con prensa, testigos y sentencia ejemplar. Luego la condena satisface la demanda social y todo vuelve a girar como si nada. Pareciera entonces que un caso puntual se termina con una pena puntual sobre un reo puntual (un monstruo, un loco suelto, un enfermo mental), pero no nos llama la atención sobre las raíces de la violencia ni sobre la sociedad patriarcal.
La hipocresía en esta novela se hace texto. Y el ritmo lleva, trae, y vuelve a llevar a quienes leen. El relato se enrosca en una espiral de voces y memorias que muestran esas contradicciones sin decirlas. O que las recuerdan. ¿Acaso olvidamos que los genocidas más sanguinarios de la última dictadura militar en nuestro país resultaron ser buenos vecinos, padres ejemplares?
Los monstruos, ya lo sabemos -ya lo sabíamos-, no existen.
Acerca de la autora
Ariana Harwicz es una escritora argentina que vive en Francia desde 2007, autora de otras tres novelas: Matate amor (2012), La débil mental (2014) y Precoz (2015). Los temas de su narrativa nunca son cómodos ni fáciles. Porque lo simplificado deviene en consigna o en panfleto, y la literatura, en cambio, se nutre de complejidad, de voces, de perspectivas.
- Este artículo fue producido en el marco del Taller de Periodismo Feminista de Feminacida -