Antonio de Erauso fue un soldado español que luchó a finales del siglo XVI para conquistar América. Durante casi treinta años viajaría muchos kilómetros desde México hasta Chile, lucharía despiadadamente en nombre de la corona contra los indígenas, sobreviviría naufragios, duelos, trifulcas, y hasta dos intentos de las autoridades españolas para ejecutarlo por varios delitos que había cometido. También mataría al menos a 10 hombres fuera de los campos de batalla, incluído a su hermano Miguel. Nada ajeno a cómo pensamos que se resolvían las cosas tantos años atrás.
Lo que podría llamar la atención es que Antonio nació, en realidad, mujer: Catalina de Erauso fue hasta sus quince años criada en un convento, donde llegó a ser novicia. Con la tutela de su tía, de quién robó tijeras, agujas e hilo para cortar su pelo y modificar sus vestimentas, esta muchacha vivió una realidad muy distinta a lo que su futuro le esperaba. La decisión de huir la resolvió justo antes de tomar sus votos perpetuos para convertirse en monja y, al escaparse ya sin su hábito y con el pelo corto, partió al nuevo continente con la convicción de que ese era su destino.
Hace muchos años, Gabriela Cabezón Cámara descubrió esta historia. Ya era parte del mundo literario —había publicado La virgen cabeza—, y aunque el personaje de esta monja le había llamado la atención, pasaría mucho tiempo hasta que quisiera narrar su travesía. Mientras tanto escribió Romance de la negra rubia y Las aventuras de la China Iron, y se convirtió en una de las referentes de la literatura latinoamericana, así como también en cuestiones de ambiente y de género. Lo queer, la naturaleza y el anhelo de un mundo más tierno fueron marcando su camino para entender y explicar qué estaba pasando en nuestro entorno.
Todo esto formó parte del recorrido que la llevó hasta Las niñas del naranjel, en donde Gabriela retoma la historia de Antonio para contar cuando, con una muerte segura en puerta, este soldado logra salvarse por un deseo pedido a la Virgen. Para expresar su gratitud, embarca un viaje junto a dos niñas y un puñado de animales a través de la selva, mientras le escribe a su tía qué fue de su vida todo este tiempo. Y en ese camino, la escritora cuenta de su gran transformación.
En esta entrevista con Feminacida, Gabriela cuenta por qué eligió narrar esta historia, qué sigue buscando en la naturaleza, cómo concibe la colonia en estos tiempos y por qué sigue encontrando en lo queer material de escritura: "Sería rarísimo estar representando a gente que vive vidas que desconozco".
—¿Cómo conociste a Antonio?
—En la casa de una novia que tenía, fue hace 20 años. Ahí leí su biografía.
—¿Y te llamó la atención?
—Me llamó la atención, sí. Pero en ese momento quedó ahí. Y cuando terminé de escribir Las aventuras de la China Iron estaba en la selva y quise ir más adentro, quería ir de otra manera. Quería ir más allá. Porque yo puedo habitarla escribiendo y leyendo, y físicamente, eso me importa mucho. Y también informándome de la cultura, de la biología de la selva. Y me acordé de cómo Antonio desaparece en un momento en un paisaje parecido. Me gustó ese personaje para agarrarlo y pensar en otra historia para él, otra vida. Y sumado a eso, estoy muy interesada en el tema de la conquista. De la conquista propiamente dicha en términos históricos pero mucho más aún en la conquista de los contemporáneos, y por los coloniales que son nuestros estados, los genocidios, las destrucciones, por el campeonato de virreyes actuales, que son el 90% de la clase dirigente latinoamericana. Porque que los del norte son malos y nos vienen a robar, ya sabemos, pero a estos que entregan todo deberíamos juzgarlos primero.
—Y eso se sumó a mucho de lo que ya venías escribiendo…
—Sí, yo estaba interesada en eso, en la selva, en el personaje este me había llamado la atención, en la conquista en términos contemporáneos, y la belleza, y el amor, y la ternura, todas las cosas que me interesan siempre. De alguna manera fue a parar todo ahí.
—Acá tampoco faltan los personajes queer
—Es que es mi mundo, no tiene para mí nada de particular. Sería rarísimo estar representando a mucha gente que vive vidas que desconozco y que no me interesan. Porque no me calienta, necesito que me caliente, en un sentido profundo de deseo. Y a mí la heterosexualidad no me calienta.
—Pensaba recién en la transformación de Catalina a Antonio, y de cómo él escribe al respecto. ¿Cómo fue tu percepción a partir de esa dualidad que tiene?
—Para mí no es tal dualidad, él es él.
—¿Lo concebiste así desde el primer momento?
—Para mí es un chabón. No hay duda en mi concepción de él. Y es un chabón que es una ladilla, es un hijo de puta, no es un chabón del que yo me haría amiga. Y me gustó pensar, explorar, qué pasaría si un chabón con esas características horribles, que yo no lo querría a menos de 200 metros nunca, se viera en esa situación tan particular. Parado, en un lugar seguro, con dos niñitas, con dos monitos, dos caballos, una perrita. ¿Qué le pasaría si se detiene por los motivos más equivocados? Porque no es que se le ablanda el corazón, es que le promete algo a su virgen, y le parece que si no cumple con ella no le va a hacer otro favor a él. Entonces se engancha en esto.
—Claro. Y es a partir de eso que Antonio, por esa realidad, aprende a cuidar a las niñas, a la naturaleza.
—Yo creo que esa es su gran transformación. Él también termina siendo cuidado. Él cuida, pero es cuidado. Creo que al final él ya no es él, Antonio ya es otra cosa, es parte de la selva. Es ahí cuando sucede el cambio más grande de su vida, que no es el de género, por lo menos no en mi novela. Habría que ver qué opina él, pero no está acá para discutir.
—¿Y vos qué aprendiste en la novela? ¿Qué te transformó?
—Yo la sentí como una exploración sobre la posibilidad de que los occidentales seamos integrados y vivamos como le corresponde a este pedazo del mundo, que para mí es como viven o como vivían los pueblos originarios. Es explorar esa posibilidad, es explorar la posibilidad del amor de una manera mucho más grande y no acotada solo a la pareja o a la trieja, o el tipo de vínculo que sea, a eso que lo que ahora llaman relaciones sexo-afectivas. A mí no me gusta esa denominación, me parece que es horrible…
—Es un término muy progre…
—Es que los progres están equivocados de movida. Con estas cosas y con otras. Adherir a la idea del progreso es adherir a la idea fundante de la modernidad. O sea, es adherir a los ideales que nos hicieron colonia, territorio del saqueo, nos esclavizó y nos hizo un genocidio.
—Sí, orden y progreso, ¿no?
—Claro, y están súper equivocados. Se acabó el progreso.
—¿Cómo te parece que tenemos que avanzar entonces? ¿En qué dirección?
—Tenemos que charlar con la gente de los pueblos originarios, la gente que se las arregló para resistir 500 años no sé cómo, los que no fueron completamente exterminados. Hay culturas que siguen viviendo a su manera 500 años después. Y esa manera contempla una relación con el resto del tejido de la vida de la Tierra, en la que todas las vidas son posibles, lo que no significa que sea una relación completamente amorosa, y que a un señor, a una señora, se le aparezca un jaguar y se ponga feliz. No, digo, hay fricciones, hay violencia, pero es una manera que no contempla a la naturaleza de las personas como recursos. Y pensar, adherir a la idea de un progreso infinito en un planeta finito, y recortarnos a nosotros de la tierra como si no fuéramos lo que somos, que es carne de la carne de la tierra, es una idiotez, es algo que nos lleva al muere. Y estas clases políticas no tienen imaginación, no pueden pensar fuera de ese paradigma.
—¿Y cómo encontrás eso viviendo en la ciudad? ¿Cómo no se te borra un poco todo esto?
Es que si vos mirás, ves… No sé, acá hay una plaza cerca en la que después de la lluvia crecieron unos hongos atrás de un árbol que son una maravilla, de un rosado, de un anaranjado increíble. Los árboles rompen las veredas, la ciudad está llena de plantas originarias, de la jardinería nativa. Y si ves, enseguida se llena de polinizadores. Pero sé que es tanto lo que hay que hacer. Hay que parar de construir, hay que levantar mucho asfalto, poner árboles, porque si no dentro de poco van a hacer cincuenta grados de calor. Están diseñando edificios que tienen sus propias huertas en las paredes. Hay mil millones de cosas para hacer, pero probablemente el capital nos mate a la mayor parte antes. Pero hay una posibilidad de hacer cosas todavía. Si yo tuviera otra edad, estaría preocupada y estaría militando más eso.
—Esto que decís lo siento como las diferentes instancias que suceden en el libro: la calma, la escritura de Antonio cuando se detiene, pero que igual está muy pensante y muy pendiente de dónde están las niñas, la road movie de cuando se mudan, cuando cantan, cuando le enseñan a hablar en guaraní…
—A mí me importa mucho la música en la escritura. La música de la carta de Antonio, esa voz es la música que a mí me sale de taquito. Para mí es fácil. Y no quiero hacer cosas fáciles, porque si no me voy a volver una burócrata de mí misma, me voy a aburrir. Y la vitalidad es un factor importante en la vida de cualquiera, hay que cultivarla. Y una manera de cultivarla es hacer cosas que me resultan más difíciles. Un narrador en tercera, más seco, más austero en su forma de expresión, de oraciones cortas y todo eso, me resultaba más difícil. Entonces me interesaba también por la música. Lo mismo los diálogos con las niñas, son tres músicas distintas. Y después no quería tener solo la perspectiva de él, quería una voz capaz de meterse en la visión del jote o de un yaguareté, una yaguareteza, me servía tener esa otra voz. Y lo de la road movie, el movimiento, es sobre todo la voz de Antonio que va contando lo que fue su vida, que es un delirio, es una reescritura de su autobiografía pero siendo él, en mi reescritura, capaz de reflexionar y de tener algún pliegue. Porque su escritura es pura acción, son todas oraciones cortas donde él hace: sujeto, verbo, objeto. Y dice, este, ese, aquello, fui, vine, pum, pam, pam, pam, pam, pam, así. Como alguien sin pliegues, es una flecha. Una flecha del grotesco del mal, algo así.
—Hay una parte muy lúdica también, de mucho juego.
—Es que tengo que pasarla bien. Y desde que se me aparecieron las niñas todo se tornó lúdico y hermoso y dulce. Y medio humorístico, porque ellas se ríen mucho de él. Y le muestran otra parte de la selva…
—Pensando en la selva, ¿cómo fue esa exploración? ¿Fuiste buscando parte del libro?
Fui buscando parte del libro porque estaba escribiendo de una naturaleza distinta, que era lo que había vivido las veces anteriores que había ido para allá, que era otra cosa. Fueron veces más livianas. Y esta vez fui con Emilio White, que es un fotógrafo naturalista genial. Le dije a Emilio: ‘quiero ver lo que vos ves’. Y ver lo que ve Emilio supone estar horas quieta, sentada en el barro, sin hacer ruidos, sin moverte, sin ponerte repelente, sin haberte puesto de desodorante, nada que huela, sin hablar, sin señal, horas y horas y horas y horas. Y esa es la manera de estar. Aprendí mucho de estar así, ver todo lo que hay, lo que vive, piensa, resolver problemas. Y aprendí a estar presente en el momento, que parece una bobada de autoayuda pero que ahí lo podes hacer de verdad. Y es hermoso porque por ejemplo vas caminando por un camino de la selva y ves una yarará o una coral y sabes no te quieren picar pero vos tenes que hacerles el favor de no pisarlas. Entonces ahí entendés que se trabaja en equipo, que hay que prestar atención, hay que estar presente, y eso es hermoso.
—¿A qué parte del monte fueron?
—Fuimos a Misiones, a Puerto Libertad. Estuvimos por el corredor del Parque Nacional, todo alrededor de los cerros, de lo verde.
—Como militante de lo ambiental ¿qué tiene que ser prioritario para vos hoy en cuestiones de lucha?
—Yo creo que es necesario frenar la devastación del mar argentino, del agua dulce y de los bosques, lo que quiere decir frenar con el extractivismo. También está bueno leer a gente que está siendo directamente afectada por esto, que tiene otra visión, otras maneras de vivir. Y también es tratar de conectar con la belleza de la vida que hay. Es lo que te decía, si vas a la costanera sur para ver aves vas a ver muchas. Si miras para arriba, para el cielo también, ves mucho. Si miras los árboles, miras cómo salen plantitas de las baldosas, te da fe en el futuro.
—¿Y qué encontrás de cíclico? ¿Cómo pensás esto en término de colonia en estos tiempos?
—Siento que todo sigue funcionando parecido. Se declara una zona desierta y se ignora a la gente que vive ahí. Si esa gente que está ahí se opone o se trata de corromperla o de golpearla o de amedentarla. Lo que sea necesario. En el país se cobra solo el 3% de plusvalía, mientras que en Chile se cobra el 40%. Allá las comunidades indígenas son consultadas, se recibe un billete de la minera. Igual es un desastre, pero es un desastre menos autoritario. Y acá durante el último gobierno nacional que entonces era un gobierno progresista, se estaba muy de acuerdo con todo eso, y no movieron un dedo para que no se haga. Así que sí, toda la clase dirigente argentina no tiene ni idea de un horizonte o de un plan político que no sea el de la sumisión y la resignación. Y así estamos, con un loco de derecha que sólo acelera eso. No es que no íbamos para ahí, la cosa es que este es un acelerador de satanás.
—¿Y cómo vivís esto en cuestiones culturales? ¿Qué te parece que tenemos que hacer con un gobierno como el que tenemos?
—Y… seguir haciendo lo que queremos hacer. Los países en los que opera este tipo de lógica de pocos ricos y muchos pobres, en general los que hacen cualquier cosa relacionada al arte son ricos y los demás también lo hacen pero no acceden a nada, y eso es así. Y bueno, hay que ver qué somos capaces de hacer, hay que ver cómo lo vive el pueblo. Pero el camino en el que vamos, y en el que íbamos igual eh, yo sé que este acelera pero ya teníamos 42% de pobreza antes. Es mucho más difícil que una persona de clases populares o una persona de un pueblo originario o un campesino de un pueblito acceda, por ejemplo, a la comunicación o se sienta con derecho, siquiera, a escribir. Y me parece que es lo que este tipo de gobierno persigue, que no te sientas ni con derecho.
—¿Qué se pierde el público cuando no se publican esas cosas?
—Hay un invento de Occidente que es la idea de universalidad. Y el universal es una sinécdoque, porque en ese Universal siempre hubo muy poca gente, como 50 hombres blancos del norte. Y desde ese universo, o sea, un solo surco, te hacen creer que vos sos parte de ese universal y en realidad no sos parte de ese universal, sos el otro, sos recurso. Y te hacen creer que el mundo es uno solo y de una sola manera. Y el mundo es un montón de mundos y de muchas maneras. hay muchísimas perspectivas, muchísimas maneras de verlo y hay maneras que son emancipadoras y maneras que son esclavizadoras. Si solo escuchas la esclavizadora…y si encima te identificas. Porque yo sé que no pertenecer es arriesgadísimo, y puede ser doloroso, pero lo que creo es que tenemos que encontrar la manera de que eso cueste cada día un poquito menos.