Supongamos lo siguiente: alguien hostiga de manera sistemática a una familia de la colectividad judía con insultos antisemitas y decide, premeditadamente, liquidarlos con una bomba casera. ¿Quién pondría en duda de que se trata de un crimen de odio? Sin embargo, ¿por qué en el caso del triple lesbicidio de Barracas hay tanta reticencia a poner esa carátula? Eso mismo nos preguntábamos con un grupo de amigas activistas mientras caminábamos hacia nuestras casas, después de haber participado este lunes por la noche del homenaje que se hizo por las víctimas de esta masacre, frente a la pensión donde tres de las cuatro lesbianas atacadas fueron quemadas vivas.
Pero la palabra “lesbiana” parece ser algo que se desintegra en el aire. El lesbianismo como identidad que se habita; como forma de vida —y de ser y estar en el mundo— tiene una cualidad: ante los ojos de la sociedad de bien, es mucho más intrascendente, insustancial, escurridiza o incluso tabú. Como no se ve, no existe. Ante la ausencia de un falo ordenador, mucha gente aún se resiste a la idea de que dos mujeres se elijan como proyecto de vida. Las ven, desde una óptica paternalista, como amigas o compañeras eventuales hasta que aparezca el hombre de verdad; un posible marido. Como una fantasía sexy o como una fase de curiosidad adolescente, algo infantil. Con las chongas es otra historia: las chongas les joden, les joden que les arrebaten su masculinidad sagrada, que la hagan suya y la lleven en el cuerpo. Las chongas les resultan sospechosas y, sobre todo, amenazantes.
Al homófobo de manual le jode que las maricas sean escandalosas y se les noten las plumas; les molestan las travestis porque odian desearlas y a las lesbianas no las toman en serio o hasta les dan asco, porque para ellos son feas. Les molestan las identidades que subvierten la norma heterocis patriarcal en general. No les cuesta decir la palabra puto de mierda, trava, la tenés adentro y un amplio abanico de insultos en clave homofóbica. Pero la palabra lesbiana les cuesta, es como que no saben qué hacer con ella. No terminan de definir si es insultante o no. Les da pudor nombrarla, como un escalofrío que les recorre el cuerpo; les resulta vergonzosa o hasta creen que es humillante y descalificante referirse a alguien como “lesbiana”. Aunque la palabra “lesbiana” no tiene esa sonoridad insultante, no aparece en las canciones de cancha. No aparece en ningún lado. Punto. Y eso les sirve.
“No me gusta definirlo como un atentado a determinado colectivo”, planteó Manuel Adorni en su habitual conferencia de prensa, ante la consulta de una periodista de la agencia Noticias Argentinas, que le preguntó qué reflexión le suscita este hecho. Él expresó sus “condolencias para las víctimas”, que “en este caso” fueron “cuatro personas, pero podrían haber sido más”. Solo le faltó decir que desea “la paz mundial”, como si fuese una Miss Universo recién coronada.
Pero así como Hitler no mató a seis millones de personas solamente, sino seis millones de judíos, gitanos, comunistas, gays y personas con discapacidad; el femicida de Barracas no atacó solo a cuatro personas, sino a cuatro lesbianas. Pero no, para Adorni solo eran cuatro mujeres aleatorias, elegidas al azar por un loco suelto.
¿Y sus condolencias a las familias? ¿Qué familias? Ellas eran su familia. Lesbianas. Lesbianas. Lesbianas. Lesbianas, madres de todos los pecados, por desacatar la norma heterocis patriarcal.
Ante las repercusiones mediáticas, que trascendieron recién cuando falleció la tercera víctima, inmediatamente desde el gobierno se activó un nuevo operativo de gaslighting. “No amigo, decir la verdad no es odio. Que vos odies la verdad es otra cosa…”; dice la placa de “Coherencia por favor!” (¿de dónde más?), que compartió ayer Javier Milei en una clara alusión a este caso, en clave pasivo-agresiva y condescendiente. ¿Qué está queriendo decir? Posverdad pura. Reafirmar que todo su discurso estigmatizante no es una opinión, es una verdad y todo aquel que esté en contra de la verdad no la ve.
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De esta forma, reconfirmó —una vez más— que su verdadera batalla es la batalla cultural, que es un plan de evangelización. Que su dios es el mercado y que intervenir en su funcionamiento es atentar contra las fuerzas del cielo. Que él es el mesías que viene a traer la palabra del dios-mercado y que todo aquel que se niegue a escucharlo es un hereje. Y él no solo es un mesías, sino que él es un mártir, porque odia la política, sabe que es una mugre y un nido de ratas, pero está dispuesto a meter las patas en el barro para salvar a los argentinos —los argentinos de bien, claro. Pero no solo es mesías y mártir, también es inquisidor. Porque discursivamente, él se posiciona a sí mismo como el líder de un nuevo orden refundador. Un orden que se instala sobre la promesa del exterminio de todo aquel que se rebele contra él y el dios-mercado.
Y para lograr su plan divino, sabe que tiene que destruir todo lazo social posible, generar sospecha entre los semejantes y dividirlos entre argentinos de bien y argentinos de mal. Construir un sentido común de deshumanización, competencia y egoísmo. De forma sistemática, Milei y sus adláteres estigmatizaron al colectivo LGBTIQ nombrándolo como un enemigo interno que atenta contra la refundación de una Argentina pura. Esos discursos de odio y exterminio se materializaron en políticas de la crueldad, persiguiendo y cerrando cualquier dispositivo que busque generar condiciones de igualdad para un colectivo que, de por sí, tiene una gran cantidad de su población viviendo condiciones estructurales más precarias: “¿Por qué necesitan un cupo laboral si todos somos igual de libres? ¡Que compitan y que el mercado decida!”
Ese sentido común, esta semana, se resquebrajó con el triple lesbicidio de Barracas, donde empezaron a sonar las alarmas y ellos tuvieron que sacar la palabra “lesbiana” del plano. Eran cuatro mujeres. Fin. Pero vos y yo sabemos muy bien qué hacían esas cuatro mujeres en esa habitación de esa pensión en el sur de la ciudad, donde vivían hacinadas haciendo comunidad en una familia elegida, donde se sentían protegidas, a salvo y seguras frente a un mundo cada vez más violento y hostil. Una pequeña comunidad de lesbianas, un refugio afectuoso pero frágil, de argentinas de mal que no contaban con la ayuda de las fuerzas del cielo. Pero que tienen a las fuerzas del suelo para honrar su memoria y, como dice val flores, nombraremos la palabra lesbiana. Lesbiana, lesbiana, lesbiana. Nombrarla por todas las veces que se calló.
Foto de portada: Cami Blitz