Por Gabriela C. Cho (*)
El domingo pasado estaba paseando en el Jardín Japonés cuando, de la nada, un señor desconocido me preguntó si podía sacarse una foto conmigo. A pesar de que ya me imaginaba por qué, decidí no suponer nada y me negué cortesmente, ante lo cual me dijo con un tono entre sorprendido y molesto como si le hubiera rechazado algo obvio:
“¿Qué? ¿Tengo que pedirle permiso a Japón para sacarme una foto con vos?”.
A pesar de que nací en la Argentina como ese señor o como el resto de la gente que paseaba por el mismo lugar y a pesar de que ni siquiera tengo ascendencia japonesa, aparentemente, era natural que supusiera que iba a ser japonesa por mis rasgos asiáticos. Porque bueno, persona asiática, Jardín Japonés. Era obvio, ¿no? Y también era natural su petición y esperable el tener que sacarme una foto con un desconocido o si no sería muy descortés de mi parte, claramente. Porque, bueno, era el Jardín Japonés y mi fisonomía “combinaba” con el lugar. Aparentemente, el señor se “confundió” creyendo que yo era parte del paisaje.
Parece todo muy inocente y anecdótico.
Lamentablemente ésta es sólo una de las miles de situaciones por las que pasamos las personas de la comunidad asiática. Desde que te confundan automáticamente con un empleado del supermercado chino sólo por tus rasgos, que te pregunten si podés hablar chino mandarín cuando estás por votar en tu facultad (sí, en la facultad), que te digan como si fuera un halago: “¡Ay, pero qué bien que hablás el castellano! ¡Una porteña más!” (Sí, señor(a), nací acá como usted ¡y la verdad que usted también habla muy bien el castellano!), que te griten en la calle “chinita” o “arigato” hasta las actitudes más agresivas como “Andate a tu país, china de mierda”.
Todas estas situaciones aparentemente aisladas, supuestamente inconexas entre sí y a las que, además, se espera que hay que acostumbrarse mostraron su verdadera naturaleza ante la emergencia actual del coronavirus estas últimas semanas. Los casos de racismo y xenofobia contra los miembros de las comunidades asiáticas no sólo se manifestaron a través de la segregación de estos últimos en ciertos espacios sino también a través de las redes sociales y medios masivos. Desde memes, videos “chistosos”, comentarios y hasta notas periodísticas alegando la supuesta relación intrínseca entre la enfermedad y la nacionalidad/etnia en cuestión. En otras palabras, se racializó el coronavirus, promoviendo discursos de odio y discriminación hacia la comunidad asiática y la china en particular.
Pero justo ese mismo domingo pasó algo que, al principio, no parece tener mucha relación con todo esto: por primera vez en la historia, una película de habla no-inglesa ganó la categoría de Mejor Película en los Oscar. No sólo en la categoría de Mejor Película Internacional. Por primera vez, una película “extranjera” ganó ambos premios, junto a Mejor Guión original y Mejor Director. Y era nada menos que Parasite de Bong Joon-Ho, una película surcoreana.
Como hija de inmigrantes coreanos fue un momento de euforia y conmoción. Fue algo totalmente insólito. No porque creyera que no se lo mereciera, sino porque no creía que, ante tanto anglocentrismo, una película de habla no-inglesa (por más excelente que fuera) por fin ganaría dicha categoría. Más allá de que, justamente, no se necesita un Oscar para reconocer la buena calidad de una película, no hay que ignorar la importancia de la visibilidad y de las representaciones en el plano simbólico, incluso en el mainstream.
De alguna manera, la victoria de Parasite en estas premiaciones representó un punto de quiebre en términos de qué representaciones podríamos considerar más legítimas (por no decir las “verdaderamente” legítimas, según la opinión hegemónica blanca), y no limitarla a “esa peli extranjera que está buena”; como si hubiera una clara distinción entre las películas universalmente buenas, por un lado, y las extranjeras, por el otro.
Sin embargo, a pesar del triunfo, ni Parasite se salvó del racismo. Basta con ver los comentarios sobre el suceso: “Cuando te fumaste todo el Oscar para ver ganar mejor película a Joker y ganan un montón de chinos con coronavirus”, “El coronavirus llegando a #Oscars2020”, “Claro, como ahora está de moda el coronavirus. Así cualquiera gana”.
De alguna manera, todos estos comentarios parecían constatar que no importa si ganaste una de las premiaciones más reconocidas en la industria mainstream, no importa cuán vasta y prolífica sea tu carrera artística, cuán rica sea la industria cinematográfica de tu país. Poco importa si naciste en la otra punta del mundo y/o que hayas sido criada ahí, que hables el idioma oficial, y que tu documento constate tu nacionalidad argentina. De acá a Corea, para Occidente, todo aquel que lleve la marca étnica parece ser un target legítimo de burla, una razón suficiente para segregar y a la vez reducir al otro a “un chinito” o “un coreanito”, y no a un individuo con una identidad atravesada, pero no determinada por su grupo étnico.
Con esta mentalidad, no importa quién seas y dónde hayas nacido o qué idioma hables o qué características particulares tengas, los rasgos asiáticos terminan por ser el criterio de identidad, creándose estereotipos y, por ende, ignorando toda diversidad dentro de la comunidad en cuestión.
Parasite hizo historia en el cine en particular y en el ámbito simbólico en general. Pero también es un ejemplo más de cómo aún nos falta mucho por desandar. Esto no quiere decir que no haya cambiado nada o sea infructuoso tratar de romper con la hegemonía simbólica o señalar y denunciar el racismo sistemático del día a día.
Justamente muestra cuán necesario y urgente es desnaturalizar el racismo constante disfrazado de casos anecdóticos y aislados y, por sobre todo, de seguir construyendo narrativas diversas por aquellas voces que aún siguen siendo ignoradas.
*Gabriela Cho es docente e investigadora en formación en la carrera de Letras (FFyL, UBA). Es la creadora y administradora de @mujeres_sin_confort