Mi Carrito

Una invitación a romper los techos de cristal

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En la secundaria, Yamila Garufi vivenció el fenómeno del "techo de cristal", que explica por qué las mujeres que tienen las mismas competencias que sus pares varones no crecen en sus ámbitos de trabajo. Los mecanismos de esa desigualdad los reprodujo el director de su escuela cuando la desalentó a seguir la carrera universitaria que la entusiasmaba. Aquí cuenta su historia en primera persona, que es, al mismo tiempo, una búsqueda por identificar y derribar los techos de cristal.

Corría el 2012, algunxs decían, basados en el calendario Maya, que el mundo se estaba por terminar, y a mí me tocaba atravesar el último año del secundario. En mi escuela había un proyecto, que acontecía todos los inviernos, el “Modelo de Naciones Unidas”. Me postulé y participé con países como Uganda, República del Congo y Surinam. Este evento era por lejos mi preferido del año escolar, e incluso me había llevado a tomar la decisión de estudiar relaciones internacionales o diplomacia.  

Ese 2012 las autoridades del colegio decidieron darle una nueva forma al proyecto. Lxs alumnxs de primer a tercer año de secundaria participarían del modelo que venía aconteciendo; y lxs de cuarto a sexto conformarían uno nuevo de “Corte Internacional de la Haya”. En el modelo de Asamblea que había transcurrido años anteriores, las temáticas se discutían a través de intercambios y documentos; una guía en forma de “charla”. Mientras que en el nuevo modelo —la Corte— las temáticas se abordarían como en un juicio; con partes imputadas, testigos y jueces. Por mi trayectoria e interés fui elegida como presidenta de la Asamblea de la cual participaban los cursos más chicos, y llevé adelante el rol de moderadora. Pero no toda la experiencia fue tan grata. 

Con respecto al modelo de Corte, me postulé y fui elegida embajadora. A los pocos días llegó el sorteo de países. Reino Unido nos dijeron. ¡Bingo! ¿Qué podía salir mal? Un país potencia y con poder. En mis experiencias anteriores no había podido aportar demasiado en los debates, ya que siempre me tocaban países pequeños o con poca participación a nivel internacional. Pero esta vez sabía que me había tocado uno de “los grandes”, un país considerado primer mundista. Para mi era una oportunidad de formación increíble. O al menos eso creí, hasta el día que nos dieron la temática. Todavía recuerdo haber leído en el listado: “Disputa por ocupación de territorios: Malvinas”. No podía creerlo. Mi curso (sexto Economía) era Reino Unido, mientras que el otro sexto (Naturales) era Argentina. Toda la escuela sabía que iba a ser una batalla de “pesos pesados”: éramos los cursos más experimentados. 

Resignificando la propia historia

En la Diplomatura en Géneros y Sociedad de la Universidad Nacional de Lomas de Zamora, Candelaria Botto, una de nuestras docentes, nos propuso repensar en alguna experiencia laboral personal que tuviera que ver con la discriminación, o el trato desigual, por motivos de genero. Si bien no encontré ninguna de mi ámbito de trabajo, esta anécdota refiere a mi formación y en parte a quien soy hoy.

Volviendo a la historia: me preparé muchísimo para ese día. Yo, como embajadora, y mis dos delegadas (un trío de mujeres) sabíamos que a pesar de nuestras contradicciones estábamos jugando, que nos tocaba ponernos la camiseta y defender nuestra postura hasta el final. Dedicamos dos semanas a prepararnos: estudiamos, buscamos entrevistas, leyes, libros y creamos discursos. Por el contrario, casi no hubo argumentos, ni entrevistas, ni palabras por parte de “nuestros oponentes” (un trío de varones). Llegó el final del juicio y, por supuesto, se falló en favor de Argentina. No fue una sorpresa. Nosotras con mis compañeras optamos, una vez terminado, por aclarar que estábamos siguiendo la propuesta, pero que desde ya estábamos a favor de que “las Malvinas son y serán argentinas”. El evento terminó, todos los presentes nos aplaudieron de pie y el lunes siguiente volvimos a la escuela como si nada hubiera pasado. 

El resultado del evento no fue lo decepcionante, “haber perdido el juicio” más allá de la clara diferencia de preparación que había, sino lo que pasó una semana después de esto: el director de la escuela me citó en su oficina. Recuerdo el total desconcierto que sentí cuando la preceptora me vino a buscar. Llegué, me senté y escuché: “Hola, Yamila, estuve leyendo tus aspiraciones vocacionales. Vi que querés estudiar Diplomacia o Relaciones Internacionales. No me sorprende. Hiciste un excelente trabajo en la Corte, y con un problema muy difícil. Pero, ¿estás segura? ¿Investigaste bien en qué consiste la carrera? No creo que sea una carrera fácil, sobre todo para las mujeres que quieren ser mamás y formar una familia. Te vas a tener que mudar mucho. Yo que vos lo pienso un poco más”. 

Básicamente el encuentro fue para preguntarme si como mujer estaba dispuesta a “sacrificarme” por esa elección. Además, fui la única alumna de mi curso en ser citada, ningunx de mis compañerxs fue expuestx a esa misma situación. Esa es la parte de esta historia en la que me quiero detener. Spoiler alert: la Yamila de 17 años quería formar una familia. Además, nunca había salido del país y, para ese momento, le daban miedo los aviones. Pero fundamentalmente, como para todx adolescente, las palabras de un referente adulto podían ser muy poderosas. Unas semanas después había cambiado su elección de carrera. Y algunos años después se recibió de licenciada en Psicomotricidad (una carrera con un 95 por ciento de alumnado y profesorado femenino, y que le permitió descubrir la marea violeta). 

Quizás no fue sino hasta este momento que encontré la oportunidad de volver a pensar en esta experiencia de mi adolescencia, para conceptualizarla y ponerla en palabras. También incluye algunos aspectos que exceden la temática, pero que tienen que ver con el universo del feminismo como la lucha por la igualdad de las mujeres. 

A través de los lentes violetas

En la viñeta podemos ubicar dos personajes principales: una adolescente transitando su proceso educativo y un director masculino, referente de dicha institución, que desde su posición jerárquica cuestiona a una de sus estudiantes acerca de su elección formativa y laboral, basándose en único argumento: el género. 

Según Magalí Brosio, Violeta Guitart y Mercedes D’Alessandro, economistas feministas, se suele llamar techo de cristal “al fenómeno que explica por qué las mujeres que cuentan con cierto nivel de educación y experiencia no crecen en sus ámbitos de trabajo a la par que los varones con igual —y en muchos casos menos— calificación”. En este caso, fue impuesto y reproducido no en un ámbito laboral, sino en uno educativo, aunque sostenido también en el argumento de la maternidad y los estereotipos de género. No había ninguna cuestión “académica” que involucrara a este hombre en una elección personal. 

El encuentro no se centraba en discutir mi falta de competencias para la carrera (por el contrario él destacaba mis cualidades), sino en convertir mi ser mujer en una barrera. Incluso logró convencerme, y no volví a discutir el tema con ninguna otra persona, ya que para ese entonces yo no conocía ni contaba con redes de apoyo “feministas” ni estaba formada en perspectivas de género. En ese momento fue muy simple para mi pensar que este hombre tenía razón y que él veía algo que yo no. 

Hoy, transitando nuevos caminos y construyendo nuevas miradas, intentando portar siempre los anteojos violetas/multicolor, me pregunto a mí misma por lo que hubiese pasado si ese lugar jerárquico lo hubiese ocupado una mujer. O si esta conversación hubiese tenido lugar con un director capacitado en materia de género, con la Ley Micaela o desde la ESI. No creo que el valor de estos informes sea quedarnos en el plano del enojo, de la bronca con esa situación personal. Su objetivo es poder ir más allá, para repensar y reflexionar sobre los dispositivos que nos forman como sujetos, como seres sociales. Dispositivos que hoy muchos de nosotrxs ocupamos desde otros lugares, principalmente como formadores y comunicadores. 

Hay una frase, de la cual desconozco su autor/a, que dice algo así como “sé lx adultx que necesitabas cuando eras unx niñx”. Las clases sobre economía feminista me permitieron encontrarme con los conceptos y los números claros de fenómenos que, aunque conocía, no tenía tan claro su impacto y su realidad: como la brecha salarial, el trabajo doméstico y las tareas de cuidado. Considero muy importante estudiar la perspectiva de una economía feminista que no solo denuncie las diferencias, sino que también exija estudios científicos al respecto y construya propuestas que tengan como eje lo privado y lo público. 

La Yamila de hoy podría responderle a ese director que necesariamente ser mujer no implica querer ser madre y que, aunque así lo fuera, la maternidad es una elección y puede ser una responsabilidad compartida con unx otrx. Y que una mujer puede ser y hacer lo que desee. 

Tal vez ya no esté a tiempo para esto, pero sí estaré a tiempo de crear y ofrecer muchas otras posibilidades y redes de apoyo a los niños y niñas con los que trabajé en sus talleres de juego y en sus espacios de formación deportiva. ¡Para seguir rompiendo los techos de cristal! 

Ilustración de portada Jojo Kruz


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