Mi Carrito

Apuntes sobre la reparación después del abuso

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Foto de portada: Victoria Eger

Marilina Tolón falleció en 2018, luego de 17 años de agonía e injusticia producto de una larga enfermedad. La habían violado y torturado en manada en el pueblo de Puán, provincia de Buenos Aires. Además de los agresores, en el lugar había quince personas más observando lo que sucedía. Ninguno fue condenado. Su caso deja expuestas las huellas de la violencia sexual en el cuerpo, que van más allá del recuerdo consciente. Se manifiesta en nuestro organismo que, ante la necesidad de sobrevivir, muchas veces sigue adelante y no llega a resignificar lo que no logró reparar. Esta situación es frecuente en sociedades patriarcales en las que las personas que las padecen no son vistas como víctimas de tales hechos, sino que son inconsciente, sistemática y moralmente cargadas de culpa. Ahora bien, ¿qué rastros dejan las violencias sexuales? ¿Existe reparación o forma de hacer justicia? ¿Cómo se sigue adelante? Es decir, ¿cómo impactan los abusos en los cuerpos de lxs sobrevivientes?

La experiencia de Marilina

Marilina realizó la denuncia dos semanas después del hecho, el 17 de octubre de 2001. Los violadores habían usado preservativos, entonces no habían quedado “huellas” visibles. Si bien le hicieron las pericias y había varias lesiones, “no fueron suficientes” para comprobar nada. Para que se condenen delitos de este tipo, el testimonio de la persona en situación de violencia es necesario (porque son delitos de acción privada) pero no suficiente. El caso se investigó gracias a lxs periodistas. Juan Ignacio Guarino, periodista de Bahía Blanca y director de El Ágora, afirma a Feminacida que “uno de ellos era veterinario y le inyectó un químico que usan para que las vacas entren en celo. Otro era dueño del supermercado más grande de Puán, otro de una inmobiliaria y otro, supuestamente, era novio de Marilina. Todos eran amigos del intendente: se conocían por el club de fútbol”.

Oscar Luján Romero trabajaba como periodista en FM Génesis en 2001 (radio de Azopardo) y hoy en día es archivista. “Yo tenía radio en el pueblo y lo difundí en octubre de 2001. Pero se hizo de público conocimiento a partir de las elecciones legislativas de ese mismo año. Alguien reemplazó las boletas oficiales por unas que escrachaban a los presuntos autores y denunciaban su impunidad. El tema se difundió, pero nos vimos amedrentados cuando tocamos a ‘los nenes de mamá y papá’”, cuenta a Feminacida. En un registro testimonial de ese papel, se puede leer: “Basta de impunidad. Porque se esconden detrás de un apellido, porque una mujer tiene derecho a tener relaciones con quien quiera sin ser forzada, porque en una violación siempre se juzga a la víctima y ganan los ‘chicos bien’. No vote al partido de violadores puanenses”. El panfleto demandaba terminar con la hipocresía en Puán.

Sonia Peralta, excuñada de Marilina, relata a Feminacida que los agresores dieron por hecho que a Marilina no la conocía nadie porque se había mudado recientemente. Días después, el veterinario que la violó se enteró de que era la prima de alguien cercano, entonces fue a disculparse a la rotisería en la que trabajaba Marilina. La dueña fue testigo de esa charla y fue a la comisaría a hacer la denuncia. Como los acusados eran hijos de personas poderosas del pueblo, no fueron llamados a testificar, salvo uno que era menor de edad. Nadie abrió la boca. Ella siguió viviendo en Puán y se los cruzaba, cuenta Sonia.

“Al principio iban a amenazarla a la casa para que no hablara: a ella, a la familia, a quienes trabajaban en los medios; y a otros los callaron con plata”, explica Peralta. “Este es un caso testigo de lo que viven las mujeres, sobre todo en pueblos chicos. La causa es vieja pero generó interés luego de la muerte de la joven”, agrega Guarino.

Susana Toroposi es psicóloga especialista en abusos sexuales en adolescentes. En diálogo con Feminacida explicó que después de un abuso se pierde la confianza en el ambiente. En el caso de Marilina, quienes observaban mientras ella era violada eran cómplices, cuando en realidad deberían haber intervenido e interrumpido. “El ambiente, el ‘otro’ como lugar de apelación que no permite que sigan dañando, no actuó”, dice Toporosi. 

Con el tiempo, Marilina desarrolló una enfermedad autoinmune (el sistema inmunológico empieza a destruir las células sanas, es decir, el cuerpo se daña a sí mismo) llamada leucodistrofia, producto del estrés postraumático crónico. Es una condición degenerativa que afecta la mielina que recubre las terminaciones nerviosas del cerebro provocando “cortocircuitos” y convulsiones. Pero eso no fue todo. “Mari se caía y no podía levantarse porque no tenía masa muscular. Los médicos lograron que volviera a moverse pero ya tenía una discapacidad muy grave”, recuerda Peralta. 

Marilina estuvo internada en un geriátrico en Azopardo porque era el lugar más parecido a un hospital y ahí podía estar cerca de su padre y su madre, que vivían en el campo y no podían hacerse cargo. Tiempo después tuvo también un ACV, cáncer de ganglios y enfrentó una quimioterapia. Esta situación empeoró cuando contrajo una infección urinaria: volvió a Puán y la ingresaron al quirófano. A pesar del estado en el que estaba, pudo superar la anestesia total. “Estuvo consciente un día y luego empezó a convulsionar. Fui a verla a terapia intensiva y no paraba; estaba agonizando y no se entregaba. La durmieron para que dejara de sufrir”, cuenta Peralta. 

El cuerpo le dijo basta. Nunca obtuvo justicia: su caso quedó archivado, como muchos otros, debido a la impunidad de los políticos y funcionarios de turno, los victimarios y los cómplices. La fiscalía ordenó que se archivara la causa el 13 de diciembre de 2002. Luego, “la acción penal se extinguió por prescripción, ya que superó ampliamente el plazo máximo de doce años para este tipo de delitos. De hecho, en la última foja del expediente se habilitaba su destrucción a partir del 19 de septiembre de 2020”, explica Guarino. Esto quiere decir que no habrá posibilidades de reabrirla: primero, porque para que se investigue este tipo de delitos, deben ser denunciados por la persona que vivió la situación de violencia  (y Marilina falleció); y segundo, porque la prescripción es una garantía para la persona investigada. Por eso Peralta expresó que su intención es que se sepa la verdad con lujo de detalles: “La gente tiene miedo porque esto es una mafia. Pero con el miedo no llegamos a ningún lado”. 

Cuando Marilina murió, se organizó una marcha pidiendo justicia que movilizó a 500 personas (en una localidad de aproximadamente 6 mil habitantes). Empezó a hablarse tanto sobre Marilina, sobre su vida, el sufrimiento inmerecido que la condenó y su estado de salud, que la promoción y presentación de la fiesta nacional de la cebada cervecera (que es en enero) comenzó a hacerse en octubre: el mes del aniversario de la muerte de Marilina Tolón. El dato de color es que el presidente de la fiesta de la cebada es familiar de uno de los agresores de la joven. “Esta gente sigue acá, ¡qué bronca! Parece mentira, uno lo ve en la tele y se pregunta cuánto hay de realidad. Pero cuando lo vivís de cerca no entendés cómo puede ser. Estos son pueblos chicos: mis hijos se van a cruzar con los hijos de esta gente y van a convivir porque tienen más o menos las mismas edades. Volvemos a lo mismo permanentemente”, lamenta Peralta.

Como explica Toroposi, “en este caso es el cuerpo el que habla de lo traumático y lo hace más por la ausencia de relato que por la palabra misma. Lo que permite reparar es poder sostener un vínculo con otrx que te pueda alojar y esté dispuestx a entender tu historia, tu silencio o un dolor que todavía no tiene palabras, sin juzgar ni rechazar”. Sin embargo, Marilina no encontró ese espacio para reparar porque en Puán la palabra y el poder de la amenaza los tenían otras personas. 

Algunas reflexiones

En el rompecabezas de la perversión que se perpetúa, la persona que padeció algún tipo de violencia sexual carga no solo la herida de la experiencia traumática (que a veces deviene en estrés postraumático crónico) sino que encarna todas las dimensiones del problema como una condena en el cuerpo: desde iniciar sola el proceso legal (sin contención ni asesoramiento), hasta el desarrollo de culpas y trabas emocionales ulteriores. Así aparece la impotencia, el miedo, la vergüenza y otros padecimientos o enfermedades. Si bien la palabra víctima no agota todo el potencial de las sobrevivientes, muchas veces encierra una realidad: la persona no sólo se ve afectada por el hecho, sino también por el desenlace. Virginia Berlinerblau, psiquiatra infanto-juvenil que trabaja como médica forense para la Justicia Nacional, explica a Feminacida que “el delito de abuso sexual es de efecto permanente aunque suceda una sola vez. Porque el efecto traumático continua, aunque haya terminado el abuso”.

En este sentido, a la hora de declarar, “el problema es que por un lado, la carga de la prueba recae en quien ya ha sido utrajadx y, por el otro, a cuál de los dos testimonios se le da más validez. Muchas veces las mujeres se presentan a denunciar y se les termina atribuyendo la responsabilidad de que se tendrían que haber cuidado, que provocaron o que consintieron. Es decir, no se acredita su testimonio. Hay un mito de que la mujer es inherentemente denunciante serial, como si fuera una malicia de género. Se preguntan si fabula, si no fabula. Además, las entrevistas no se realizan con la delicadeza y el conocimiento que se debe. La que se anima a hablar, encima se siente culpable porque no gritó, no avisó o no corrió, y las consecuencias psíquicas son nefastas. Cuanto más desempoderada se siente la mujer, más calla. Sin embargo, cuando se le explica que no fue culpable sino víctima, ya empieza a reparar”, expone Berlinerblau.

En este sentido, Toroposi explicó que “hay un mecanismo que queda perturbado profundamente. La experiencia traumática tiene una presencia que queda atragantada sin disolver: está todo el tiempo presente. Es una reviviscencia: uno vuelve a vivir continuamente la misma situación. En este caso, el cuerpo es el que habla. No se puede relatar porque para eso unx ya tiene que haber tomado distancia”. Según Toroposi, lo que facilita el proceso de reparación, de todos modos, no es únicamente hablar sino recuperar la confianza en los vínculos y con el ambiente: “Sentirse alojadx en un vínculo y que a unx le crean (incluso cuando puede no saber expresar lo que pasó con palabras)”. 


Crédito: Florencia Petrolito

Sedimentos en el cuerpo y la importancia de reflexionar sobre la palabra víctima

El abuso y la violencia sexual están tan enraizados en las sociedades patriarcales, que muchas veces quienes lo padecen olvidan para no revivir experiencias traumáticas sin siquera obtener justicia. Esto resulta evidente en el libro que Dolores Ferré y Magdalena Vitale Morillo publicaron a través de Editorial Sudestada, Efecto destape - Crónicas de abuso sexual. Allí cuentan las historias de mujeres que sufrieron distintos tipos de abuso, con el objetivo de visibilizar una problemática que atraviesa la vida de muchas personas. 

Al preguntarles por la pertinencia del uso de la palabra víctima, Ferré explica: “Utilizamos la palabra víctima en itálicas y al principio del libro aclaramos por qué: la mayoría de las chicas que entrevistamos nos comentaron que en un momento se habían sentido víctimas (y lo fueron) de esos hombres abusadores. Pero con el tiempo dejaron de sentirse así. ¿Qué pasa con esta palabra? Connota debilidad, sumisión, vulnerabilidad. Como pudieron hablar, denunciar o sanar, ya no se reconocen así, sino como sujetas políticas con posibilidad de transformar eso que les pasó y hacer un poco de justicia contándolo”.

Ferré explica que en las diez entrevistas que hicieron para el libro (de las que quedaron cinco), se relataron reacciones distintas: “Todas lo comunicaban de forma diferente y los abusos repercutieron en lugares diversos. Por ejemplo, una chica tardó diez años en darse cuenta de que había sido abusada, pero durante ese tiempo tenía dolores recurrentes, mareos, sarpullidos. Le pasó de todo a nivel corporal y no sabía por qué”. 

“No podemos hablar de que todas las personas pasen por los mismos procesos ante una misma situación, así que los costos (en el sentido de cuánto daña el cuerpo de quienes padecen violencias haber sido abusada) varían muchísimo dependiendo de qué persona es, en qué contexto, cómo es la situación. Lo mejor en estos casos es no generalizar porque cuando uno generaliza, construye sentidos, siempre. Y cuando uno construye sentidos deja otros por fuera que también son parte de la realidad. De todas formas, siempre hay un costo”, expone Vitale Morillo.   

A veces el cuerpo elige olvidar aquello que lo hirió para autopreservarse. La sociedad ignora aquello que incomoda y la justicia no se mete. A veces somos nosotras las que no miramos atrás, las que no queremos recordar. Y sin embargo quedan huellas, marcas en el cuerpo, pesadillas que nos paralizan. El cuerpo intenta manifestar lo que la cabeza oculta. El abuso nos envenena, de cerca y de lejos, a corto y largo plazo. Esta bacteria de la sociedad opera desde el silencio y la ceguera, desde la impunidad y las culpas mal atribuidas y mal asumidas, desde la soledad que desata la indiferencia judicial y social. 

Pero sí existe reparación posible dentro y fuera del marco judicial. Primero porque no sólo fuimos víctimas, sino que también somos militantes y sobrevivientes; segundo porque no estamos solas; tercero porque la ESI ha facilitado que ciertas conductas puedan reconocerse como abusos, denunciarse y así quebrar el rompecabezas de la perversión y los abusos de poder; y por último, porque de esto sí se habla.


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