Por Catalina Filgueira Risso y Victoria Eger / Ilustración: Corta la Brocha
El 2001 está plagado de imágenes conocidas: helicóptero, corralito, cacerolas, piquetes, balas, patacones, trueques. Los años noventa, como antesala de la revuelta, también: pizza y champagne, privatizaciones, farandulización de la política, narcotráfico, estratósfera, todo por dos pesos. Las imágenes públicas habitan el inconsciente colectivo de muchas generaciones, pero ¿qué otras fotografías y sensaciones despierta el estallido en la intimidad? ¿Qué pasaba adentro de los hogares? ¿Es posible reconstruir la crisis a través de los ojos de las infancias?
Hay días que una se acuerda mucho
En la cocina de su casa, en Buenos Aires, Lule mira una película de Disney junto con sus hermanos, su mamá y su abuela. Suena el teléfono, la madre atiende y automáticamente rompe en llanto, le explica a la abuela, apagan la película, ponen el noticiero y el término “corralito” es todo lo que resuena en la casa. “Desde mi visión, de niña de seis años, asociaba esa palabra a un corralito de bebés y no entendía cómo habían hecho uno en el país ni porqué le generaba tanto drama a mi mamá, a mi abuela y a toda la Argentina”, reflexiona en el audio de WhatsApp que le envió al colectivo Corta la Brocha (CLB). El grupo de activistas gráficas integrado por Julieta Bein, Marina Allende, Rocío Espina, Pilar Méndez y Belén Quirós desarrolló el “Club del Trueque”, un proyecto de intercambio que cuenta con el apoyo del Fondo Nacional de las Artes (FNA), a través del cual reciben relatos del 2001 para luego ilustrarlos.
¿Qué significados cobraron para las niñeces esas imágenes que abundan en los libros de la historia reciente? Solana, hija de comerciantes del conurbano norte, tenía cinco años en la navidad del 2001: “Con mi hermana creímos que Papá Noel se había enojado con nosotras porque de una lista larga solo nos trajo un libro de los pitufos para las dos”, relata en diálogo con Feminacida.
Desde un corralito del tamaño de la patria al enojo de ese viejo que irrumpe en las navidades, la crisis del 2001 dejó marcas subjetivas tan diversas como contundentes. Infancias que, no pudiendo identificar qué era lo que sucedía efectivamente, construyeron imágenes que hoy evocan con inocencia y tristeza en partes iguales.
“Mi vieja se había quedado sola con nosotros tres porque mi viejo se había borrado. No le pasaba un peso y, entonces, ella empezó a cocinar alfajorcitos de maicena que vendía en el trabajo. Sus compañeros le compraban para desayunar y así hacía unos mangos más”, recopila Pire en un audio del proyecto de CLB quien, en ese diciembre, tenía siete años y cuenta que esos mismos alfajores eran los que llevaba a la escuela para la merienda. “Mis compañeros decían que eran los más ricos y sí, posta que lo eran. Pese a la crisis, tuve las meriendas más ricas del mundo y con bocha de amor. Si algo sobraba con mi vieja, era amor”, concluye.
Rocío, una de las activistas gráficas de CLB, recuerda en diálogo con este medio que ese 19 de diciembre tenía 10 años y estando con su papá se cruzó con “el formoseño”, el mozo del bar de la esquina de su casa. “Nos dijo que iba a hacerle el Topo Gigio a De La Rúa y yo volví toda emocionada a casa a buscar qué era eso. En abril de ese mismo año, Riquelme le había hecho ese gesto a Macri. Una imagen súper potente porque junta algo muy simbólico y popular que había sucedido y que él lo estaba llevando como una respuesta del pueblo al presidente”, sintetiza.
Delfina, oriunda de la zona norte del Conurbano Bonaerense, revela una anécdota que cristaliza la situación económica que se vivía en su familia: “Mi hermano cumplía dos años el 29 de diciembre. Cuando arrancó el mes, como mamá no podía pagar los pañales, se los sacó y le enseñó a hacer pis”.
Los distintos relatos permiten una reconstrucción íntima de la memoria colectiva. Un clima de época a la vez atravesado por la particularidad de cada vivencia. Sensaciones de bronca, angustia, miedo, incertidumbre, pero también juego, inocencia y asombro abundan en las descripciones de quienes tenían seis, ocho, diez, catorce años por esa época. Todo lo que estalló afuera salpicó, también, lo que pasaba adentro.
Servir la sopa
Florencia Vespignani, docente feminista y muralista popular, es una de las autoras del libro 2001. No me arrepiento de este amor, una compilación que repone historias y devenires de aquella revuelta popular. En el capítulo a su cargo, se pregunta dónde estaban las mujeres desocupadas y marca a fuego la memoria de Luisa Canteros, militante lesbiana que abrió su casa a la comunidad para asambleas y reuniones del Movimiento de Trabajadores Desocupados de Lanús (MTD). “¿Realmente lo eran o seguían ocupadas en trabajos menos valorados y no reconocidos?”, desafía la autora y coincide con Pilar Mendez, otra de las integrantes de CLB, quien destaca la predominancia de la maternidad y la red de cuidados en los testimonios de mujeres.
“Estábamos cerca del barrio y también teníamos que estar atentas a la organización de la casa, llevar a los chicos y a las chicas a la escuela, cuidar vecines que no podían venir”, cuenta la artista, quien además repone las historias de Martina y Ramona, “esas mujeres que parecen que lo pueden todo” porque estaban en el comedor, en la copa de leche y en los proyectos productivos.
“Tenían una capacidad de trabajo que parecía infinita. En ellas se veía lo que ahora llamamos doble o triple jornada laboral y que realizamos las mujeres durante toda nuestra vida: trabajamos afuera, hacemos las tareas domésticas; pero a veces pareciera que también tenemos que resolverles la vida a todes”, problematiza la docente. ¿Acaso no eran las identidades feminizadas quienes también llevaban sobre sus hombros el sostén emocional, la compañía y la amorosidad durante esos tiempos convulsos?
María Rosa tenía 23 años cuando vio por la televisión a policías reprimiendo arriba de sus caballos en la Plaza de Mayo. Vivía en el barrio porteño de Balvanera frente a la estación de subte de la calle Agüero y tenía un bebé recién nacido. Recuerda cargarlo siempre a upa: con una mano sostenía a su hijito y con la otra golpeaba el barral del balcón con un cucharón, el mismo que usaba para servir el caldo de verduras. “Recuerdo sentir mucha angustia, agarrar al bebé, ponerlo sobre el pecho y querer protegerlo”, relata la mujer en un audio que forma parte del archivo de CLB, el cual fue solicitado por el Museo Histórico Nacional para producir una muestra.
La adolescencia de Jimena transcurrió durante los 2000. Tenía 14 años cuando cayó el gobierno de la Alianza. Del 19 de diciembre recuerda haber vuelto del supermercado con su mamá con bolsas muy pesadas. Hay una sensación de apuro que prima en su relato. Enseguida se ve en su casa a cargo de su hermana menor y cuatro compañerxs del jardín de infantes. “Creo que me quedé sola con elles hasta la noche. Si bien yo no entendía lo que estaba pasando, las corridas de los adultos que me rodeaban me daban miedo”, narra para el proyecto de CLB. Jimena estaba asustada y quería que les niñes se distraigan. Por eso, les propuso ir al balcón y jugar al Antón Pirulero con ollas, cucharas y sartenes. “Quizás para elles ese momento fue todo parte de un gran juego de ruido al que estaba jugando el barrio”, concluye.
Esas redes de mujeres que contuvieron diversas subjetividades de las puertas para adentro fueron las mismas que habilitaron a otras a convertir una necesidad en un reclamo concreto. Florencia Vespignani rescata la historia de una vecina que se acercó a la casa de Luisa a pedir un poco de leche. Resulta que hacía tres días que no podía amamantar a su bebé de dos meses. Le estaba dando mate cocido porque en la salita se habían quedado sin provisiones. Según el relato de la artista, además de ponerse en juego la supervivencia, había una decisión muy fuerte de ir a pelearla: “Aparte de darle la leche en polvo que teníamos, salió un grupo para reclamar al municipio por este tema”.
El trueque se convirtió en la práctica más extendida y solidaria de la época. Luciana tenía 10 años cuando su abuela, que era peluquera en un barrio de la provincia de Misiones, intercambiaba cortes de pelo por mercadería. “Fue muy difícil, en nuestra familia lo vivimos muy mal. Siempre buscando las monedas de cinco centavos, diez centavos para poder comprar la carne o el pan”, precisa e ilustra una época donde, de acuerdo el relato de Belén, los productos se empezaron a fraccionar y vender en envases más chicos para que los precios sean más accesibles.
Cocinar la política
Andrea Andújar es Doctora en Historia por la UBA, investigadora adjunta del CONICET y autora del libro Rutas argentinas hasta el fin. Mujeres, política y piquetes, 1996-2001. Consultada por Feminacida, cuenta que los sucesos del 2001 avivaron ese interrogante que tenía sobre la presencia de las mujeres en las calles: no era la primera vez. “Las mujeres de los sectores trabajadores, por fuera de los sindicatos, por fuera de los patrones, por fuera de sus hogares, se movilizaban con expectativas y con experiencias propias”, dice y advierte sobre el vínculo entre las guerrilleras de los 70, las Madres de Plaza de Mayo y las piqueteras del 2000: “Unas con armas y otras sin armas, pero también permaneciendo en lugares ‘reprochables’ para la instancia femenina como era la ruta: estar allí con sus hijos, con su familia".
La historiadora evoca una entrevista que le hicieron a una mujer que era parte de las personas que estaban tomando alimentos en un supermercado. Pedía por favor que sus compañeros se vayan, que dejaran que ellas entren porque sabían concretamente sobre las necesidades de los hogares, cómo se vivía allí, qué comida faltaba y cómo administrarla. “Ése era un saber político: ella estaba pensando y proponiendo una alternativa colectiva. No está pensando desde la cocina solamente. En todo caso la cocina le da una politización que opera en la calle cuando hace algo colectivo, cuando toma un supermercado”, asegura.
Tal como sucedió con las guerrilleras, hubo un desmarcamiento de los límites de lo privado y lo público en las mujeres que paraban la olla en diciembre de 2001. Según la investigadora, “no solo salían por la defensa de sus hijos. Salieron porque politizaron el sentido de su maternidad, porque defienden a sus hijos políticamente, porque construyen en el afuera de las casas lo que quieren y esperan que suceda. Es una dimensión política amorosa”.
¿Cada cual atiende su juego?
Una Argentina encerrada en un corralito para bebés. Un Papá Noel enojado con dos hermanas fanáticas de Tigre. La burla al poder del Topo Gigio. Las meriendas más ricas del mundo. El abandono de los pañales. Un Antón Pirulero que copó un balcón de Balvanera con cubiertos y cacerolas para menguar el miedo que generaban las corridas adultas. El trueque de lo que se sabía hacer por lo que se necesitaba tener. La disminución del tamaño de los alimentos en los supermercados. La toma de esos alimentos por mujeres para llenar las ollas.
Los relatos, que provienen de distintos barrios de la Ciudad de Buenos Aires, del Conurbano, de Misiones, de La Rioja y de distintas realidades socioeconómicas y culturales, son la reconstrucción íntima de una memoria colectiva. Tejen entre sí una historia más amplia, recuperan un clima de época, pero también la politicidad de que “todo recuerdo es válido”, como sostiene Julieta de CLB. Las infancias tomaron dimensión de la tristeza como algo colectivo. Una tristeza que excede el techo de la casita improvisada con sábanas, que cruza la puerta de entrada y se cuela en las humaredas de las esquinas.
Mujeres encontrándose en las calles. Mujeres preocupadas por sus hijes o por les hijes de otras mujeres. Mujeres en las manifestaciones. Mujeres en la casa. Mujeres en los merenderos. Mujeres agrupadas. Mujeres maternando. Mujeres organizando los cuidados. Mujeres golpeando cacerolas.
La dimensión del cuidado y lo maternal está muy presente en las piezas que reconstruyen ese rompecabezas que fue el estallido. La organización de esos sistemas de contención por mujeres, niñas y adolescentes atraviesa clases sociales y tipos de necesidades, pero con un denominador común: el amor.
Lejos de romantizar y apelar a la idea del instinto maternal, hay una dimensión política de la ternura en las formas de organización femeninas que es contundente. Como expone Rita Segato en La Guerra contra las Mujeres, “la práctica política femenina no es utópica sino tópica y cotidiana, del proceso y no del producto”. Esas redes que se construyeron lejos estaban de conocer el devenir real de los hechos y aún así, la misma lógica se replicó tanto en el cuidado en sí, como en las articulaciones que generaron para posibilitarlo.
Hay una consigna que los feminismos repiten hasta el hastío, que se lleva como bandera y que quizá cristalice -mejor que cualquier otra- la intimidad de esos hogares, de esos comedores, del archivo sonoro de recuerdos de ese 2001. Porque lo personal también es político.