El ministro de Justicia y Seguridad de la Ciudad de Buenos Aires, Marcelo D’Alessandro, pidió esta semana bajar la edad de punibilidad y reavivo el "debate" político y mediático. Las comillas son necesarias: organismos de derechos humanos y especialistas ya debatieron y consensuaron hace tiempo que la modificación del Régimen Penal Juvenil -que data de la última dictadura cívico-militar- no debe implicar el ingreso de adolescentes de 14 y 15 años.
Cada vez que ocurre un delito por parte de adolescentes de esa franja etaria la mirada integral es licuada por los medios de comunicación y la indignación esperada de las audiencias: “Tiene 14, asaltó y está libre”. Sin embargo, la planificación de las políticas públicas puede (o debería) tener mucho menos que ver con la lógica del clickbait y los slogans electorales. Ahora bien, ¿cómo pensar políticas y narrativas anti punitivistas que además propongan abordajes superadores?
En diálogo con Feminacida, Claudia Cesaroni, abogada, docente y especialista en el tema, afirmó que declaraciones como las del funcionario porteño son puramente electorales. “¿Qué sería lo positivo? No hay ningún problema de los niños, niñas y adolescentes que tenga que ver con bajar la edad de punibilidad. Todas las problemáticas están atravesadas por lo social. La mitad de los pibes están bajo la línea de pobreza. Los niños son víctimas más que victimarios”, explicó la cofundadora del Centro de Estudios en Política Criminal y Derechos Humanos (CEPOC).
La Base de Datos de Niños, Niñas y Adolescentes de la Corte Suprema de Justicia publicó el año pasado un informe correspondiente a juzgados y tribunales orales de menores de la Justicia nacional con asiento en la Ciudad de Buenos Aires. Según este registro, entre 2010 y 2019 un total de 13734 niños, niñas y adolescentes tuvieron causas con alguna intervención judicial iniciada por la Justicia nacional de menores. En promedio se registran 1855 por año, aunque se observa una fuerte reducción, de más del 33 por ciento, a lo largo del tiempo: de 2469 en 2010 a 1649 en 2019.
Un dato importante a destacar es que el 84 por ciento fueron varones. Por otro lado, el 43 por ciento tenían 16 o 17 años al momento del hecho, casi un 23 por ciento entre 13 y 15 años y poco menos del 2 por ciento hasta 12 años.
Tal como describen los organismos de niñez, no se puede penar un delito cometido por un adolescente desde la misma perspectiva con la que se juzga los que cometen los adultos. La adolescencia es una etapa fundamental en la construcción de las subjetividades en la que el paso por el sistema penal puede dejar marcas indelebles. “Lo primero que llevan es un cartel en la frente que dice: ‘Yo estuve preso’. Y es muy difícil salir de esa carrera delictiva que parece atractiva”, ilustró Cesaroni.
Esa etiqueta trasciende la estigmatización de los otros, también es una forma de construir la identidad propia. De alguna manera, se vuelve un punto de amarre cuando faltan otros y se vulneran derechos básicos. Lo interesante de las intervenciones socioeducativas es que disputan ese punto que acolcha para que el hogar, la escuela o el club del barrio puedan volver a tener un lugar central en la vida de ese pibe y sus vínculos. Se trata de enfoques posibles tanto en la prevención desde las instituciones que habitan las niñeces y adolescencias como desde los propios dispositivos penales.
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Llegar antes, ¿pero cómo?
La normativa internacional procura limitar la intervención punitiva del Estado e insta a la aplicación de medidas alternativas a la judicialización y a la privación de libertad. Sin embargo, los tiempos de la prevención tienen muchos más reveses que los que les gustaría a la ciudadanía escandalizada por el policial matutino. En la misma semana en que una docente se alegra porque un pibe retomó la escuela le llega una llamada de un Centro de Admisión y Derivación porque lo encontraron robando una bici.
Podía ocurrir, lo sabemos. No es lineal, repetimos. Es estructural, enfatizamos. La famosa “mirada integral” nos rodea hasta volverse un nudo: “Entonces, ¿qué proponen?” circula con el peso de los dedos que señalan sin admitir vacilaciones.
Las alternativas son complejas -no imposibles- porque son numerosos los resortes del Estado que deben ponerse en marcha en articulación con las organizaciones sociales para contrarrestar las desigualdades sociales y económicas que llevan a un pibe a ser campana de un transa o robar un celular en el subte. En ese sentido, los datos de la Corte Suprema de Justicia son claros: en el caso de las medidas que implicaron privación de la libertad, en un 90 por ciento referían a delitos contra la propiedad.
Pero hay una certeza clave: sin recursos y con las prioridades invertidas en las políticas de protección de los derechos de niñxs y adolescentes es muy difícil trazar nuevas rutas. Melina Vinuesa es trabajadora social y plenarista por el Frente de Todos en el Consejo de los Derechos de Niños, Niñas y Adolescentes de la Ciudad de Buenos Aires. En conversación con este medio, aseveró que el hecho de que el Gobierno de la Ciudad destine el 30 por ciento del presupuesto de ese organismo de protección a la política penal es lo que demuestra que las políticas de promoción no están bien dirigidas y ejecutadas.
“A esto se le suma la precarización laboral, el vaciamiento y la tercerización de las políticas de niñez. No solo hay que fortalecer el organismo con más trabajadores, mejor pagos y más capacitados, sino también redireccionar la política pública dirigida hacia lo penal”, añadió.
La contracara de este proceso en la Ciudad de Buenos Aires es el incremento de la presencia policial en los barrios populares y las zonas más pobres, de donde provienen la mayoría de los pibes en conflicto con la ley. En una investigación académica publicada en Revista Urbana, les sociólogues Silvia Guemureman y Joaquín Zajac evidenciaron que los ingresos a los Centros de Admisión y Derivación -donde concurren los jóvenes de 16 y 17 años- son apenas la punta del iceberg de la administración policial sobre las adolescencias. “¿Qué ocurre con aquellos de niños, niñas y adolescentes que son ‘tocados’ por las fuerzas de seguridad sin que quede de estos contactos registros burocráticos?”, problematizaron.
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Hacia dónde mirar
El programa Alto Bondi Cultural (ABC) es una iniciativa del Centro Universitario de la Universidad Nacional de San Martín (CUSAM) del Complejo Penitenciario Norte, ubicado en José León Suárez, provincia de Buenos Aires, que trabaja en dos líneas con adolescentes y jóvenes: prevención del delito y formación. Lleva adelante actividades artísticas y de capacitación en oficios en contextos privativos de libertad, clubes, centros juveniles y culturales, bibliotecas y escuelas.
El rasgo distintivo es que los talleristas son ex detenidos del CUSAM que han recuperado su libertad. Y es en ese gesto enunciativo en donde se cifra su potencia. “No hay nadie mejor que los pibes de los mismos barrios que estuvieron detenidos para contarle a los pibes que ahora están en contexto de encierro que no es por ahí”, sintetizó a Feminacida Florencia Miguel, coordinadora de Arte y Cultura del CUSAM.
Antes de seguir creando dispositivos de encierro, hay mucho por hacer en los que ya funcionan para los jóvenes de 16 y 17 años. Tanto las herramientas de expresión como el acceso a la información son dos cuestiones fundamentales a garantizar en contextos donde escasean. La modificación del Régimen Penal Juvenil que el espacio político de D’Alessandro defiende tiene mucho más que ver con esta ampliación de derechos que con bajar la edad de punibilidad.
“Yo llevaba 14 años en la cárcel, no podía tener ni un beneficio, tenía miedo de morirme ahí adentro y que no me recordara nadie. La única forma que tenía de reclamar por mi causa era yendo al choque. Pero gracias a la música me empecé a manifestar de otra forma”, le dijo “Patón”, uno de los integrantes de ABC, a un grupo de adolescentes del Centro Cerrado Pablo Nogués.
Para Cesaroni, la privación de libertad debería ser en lugares especializados durante el tiempo que dura la condena: “Esos pibes tienen menos derechos que un preso adulto, tienen menos conocimiento sobre qué tienen que hacer o cuál es su situación judicial. El modo en que se lo trata jurídicamente es muy grave”. También se torna un desafío pensar un sistema de ejecución juvenil, ya que que la duración de las penas, en algunos casos, es de más de 20 años.
La construcción de otras miradas sobre las adolescencias en conflicto con la ley no es un camino sencillo, implica un corrimiento tanto de la retórica de la espectacularización como de la asimilación del castigo a la reparación. “Dicen que si no se detiene a los pibes el Estado no puede hacer nada, y al contrario, antes de la detención queda mucho por hacer”, concluyó la abogada.