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El sótano de San Telmo, un faro en la historia del lesbianismo en Argentina

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El relato oficial se presenta como una cinta ininterrumpida de hechos consecutivos. Sin embargo, en los años en donde la clandestinidad fue la única opción, historias como retazos laten bajo la tierra de lo decible. No esperan ser contadas, no pretenden premios ni laureles, pero esa existencia que escapó al aniquilamiento es parte del ADN de una memoria que, a cuarenta años de la recuperación de la democracia, se sigue construyendo. 

El sótano de San Telmo

“En los años de la dictadura, había un sótano en el que se juntaban lesbianas y hacían reuniones y actividades”. Este dato compartido por Adriana Carrasco en 2011, durante la presentación del Archivo Digitalizado del Activismo Lésbico, se transformó en un hilo del cual tirar para descubrir una parte acallada de la historia. “Un silencio que, en este caso, está enhebrado por el escamoteo, disimulo y silenciamiento de la clandestinidad política que imponía la dictadura militar”, dice val flores, autora del libro El sótano de San Telmo, una barricada proletaria para el deseo lésbico en los 70

val —en minúsculas, como se nombra—, es autora de varios libros, teórica feminista y de la disidencia sexual, y lesbiana masculina. A partir del testimonio de Ely Lugo Cabral  —diseñadora gráfica, artísta plastica, cronista, lesbofeminista y militante en aquellas épocas del PST (Partido Socialista de los Trabajadores)—, y de la ya mencionada Adriana Carrasco —periodista, militante feminista lesbiana y peronista— reconstruyó parte de la historia de aquel espacio. 

La voz de Ely ofrece un relato en primera persona de los años en que el sótano estuvo en funcionamiento; mientras que Adriana comparte, en un acto de amor y militancia, según señala la autora, parte de los recuerdos de quien fue su compañera, Martha Ferro. Tanto ella como Ely frecuentaron aquel mundo subterráneo donde mujeres militantes y lesbianas —en mayor o menor medida— realizaban sus actividades políticas, artísticas y culturales. 

Silencios históricos

El sótano de San Telmo se ubicaba en la esquina de las calles Pasaje San Lorenzo y Defensa. Una dirección que Ely, según cuenta val flores, nunca se memorizo, sino que aprendió el camino para llegar. Este dato habla tanto del coraje como del peligro que supone un espacio como tal en los años del terror. “Ser troska y lesbiana era un infierno” en aquella época, confiesa Ely a la autora.

El miedo que tiñe los retazos de esta historia no sólo fue característico en tiempos de persecución, torturas y desapariciones por parte de la dictadura militar,  sino que se traslada a la tarea de investigar sobre lo acontecido. Así lo advierte la socióloga, historiadora y activista queer Gracia Trujillo, encargada del prólogo del texto: “En el caso de las disidencias, estos procesos [de investigación] se agravan mucho. Como aparece reflejado en estas páginas, las activistas lesbianas no suelen reconocer la importancia política de lo que hicieron, en ocasiones se avergüenzan incluso, cuando no siguen hoy todavía en el armario, algo que imposibilita que hablen, se lo cuenten a otras, o lo escriban ellas”.

En esa misma línea, en los últimos párrafos del libro la autora hace referencia a los rastros de este silencio estructural e histórico, y comenta que “el trabajo constructivo de la memoria lésbica se va realizando con la selección y montaje de historias de muchas vidas encapsuladas en el armario, la invisibilidad y una urdimbre discursiva con capas casi impenetrables”. 



Lesbianas del mundo, uníos

Con las interrupciones propias de la clandestinidad a la que arrojaba la dictadura, el sótano funcionó desde 1976 hasta los años 80. Martha Ferro junto con su compañera en aquel entonces —una artista de cerámica que había conocido en Nueva York—, fueron las responsables de la apertura del espacio. Un allanamiento policial previo al golpe en el ‘76 frenó las actividades. La artista, pareja de Martha, regresó a Nueva York, mientras que ella se refugió en la Isla Maciel para volver tiempo después. 

Difundidas de boca en boca, realizadas a puertas cerradas, las actividades que albergaba el sótano fueron desde partidos de truco, “obras de títeres, proyección de películas, diapositivas y fotos, danzas teatro y música”, según narra la autora, hasta debates y discusiones políticas. 

Mujeres de entre 35 y 40 años se reunían a construir lo que Ely Lugo Cabral señala a val como una “pedagogía feminista inédita” a razón de los temas que se discutían relacionados a la emancipación de la mujer. 

“El sótano ligó sexualidad y política, sociabilidad y conciencia de clase, lesbianismo y trotskismo, no siempre de manera equilibrada sino más bien con contradicciones, jerarquías e impugnaciones en un clima de clandestinidad y represión estatal”, menciona val, nutrida de los testimonios. Además, cuenta que, si bien la visibilidad lésbica no era una demanda política propiamente dicha, “sí existía un sutil sentido de filiación alrededor de quienes compartían el mismo deseo” y “por eso se configuró como un lugar de socialización lésbica, atrayendo a lesbianas de diferente clases sociales”. La intención no necesariamente era la misma para todas las que se acercaban, aunque probablemente significó, como afirma val flores, “un refugio para un idioma tácito en el que se alfabetizaban sus protagonistas”. 

La memoria es lo primero a visibilizar

Aquel espacio oscuro, propenso a las inundaciones, asilo húmedo del deseo político, sexual y militante, es un faro en la historia borroneada del lesbianismo en Argentina. La saña que arrebató la vida de la Pepa Gaitán en 2010, y marcó en la agenda local el día de la Visibilidad lésbica, tiene orígenes oscuros que pueden rastrearse desde aquella época en la que el odio era el lenguaje predominante. 


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La estigmatización y patologización, comunes en los años donde el terror reinaba, se traducen hoy en la criminalización que las esconde. Las violencias se reconfiguran, y no ejercitar la memoria supone el riesgo de perder de vista los derechos conquistados. Acercar los relatos de un pasado subterráneo sin quitar la vista de un presente lejos ya del terrorismo de Estado, pero con su propia hostilidad. 

No hace un año que Higui fue absuelta. Absuelta, sí, aunque luego de haber pasado más de cinco años de proceso revictimizante, y ocho meses sin libertad. Mientras tanto, Pierina Nochetti, trabajadora municipal de Necochea, activista feminista y lesbiana, espera un juicio oral como coronación de la persecución por haber pintado un cartel que decía “¿Dónde está Tehuel de la Torre?”. Es tan importante para garantía de los derechos de las lesbianas visibilizar la historia, como lo es para algunos sectores devolverla a la clandestinidad de la que emerge. Con o sin temor, con o sin vergüenza, pero emerge. 


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Tal vez nunca sean unidos los retazos de una historia silenciada por el miedo y el terror, tal vez muchas voces desaparezcan definitivamente de la tierra mientras las respuestas son buscadas en los lugares equivocados. Sin embargo, para muestra basta un botón, y un par de voces con memoria valen más que los mil libros que no las nombran. 


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