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Maternidades en cautiverio: parir con los restos del horror en el cuerpo

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La apropiación de bebés y niñes por el Terrorismo de Estado fue de las más perversas violaciones a los derechos humanos. Es de las que mayores secuelas psicosociales ha generado en nuestro país y en el mundo. Las mujeres secuestradas que estaban embarazadas fueron sometidas a formas diferenciales de vigilancia, control y violencia sobre sus cuerpos. Cuerpos que estaban atravesando uno de los mayores desafíos de la naturaleza humana. Quizás por la crudeza, tal vez por la escasez de testimonios, poco se habla de las maternidades en cautiverio, pero lo que no se puede esconder es lo que les negaron a esas mujeres y a sus hijes: una gestación cuidada, un parto respetado.

Cobertura colaborativa con La Retaguardia


Una de las más perversas violaciones a los derechos humanos en nuestro país fue la apropiación de niñas y niños durante la última brutal y genocida dictadura militar. Muches comenzaron con su martirio meses antes de ser robados, cuando absorbían los restos de esa picana en los pezones de sus madres. Esa tortura que muchas veces antecedía a los partos, los cuales se daban en condiciones infrahumanas.

En los Centros Clandestinos de Detención, Tortura y Exterminio (CCDTyE) muchas mujeres embarazadas se vieron sometidas a un repertorio diverso y específico de violencia por su condición de género y por ser consideradas “malas madres”. Las “delincuentes subversivas”, señaladas como “madres abandónicas”, suponían para los militares el punto cúlmine de la degeneración de la institución familiar, según el análisis que hacen les historiadores Victoria Álvarez y Fabricio Sanchis.

Aunque se estima que faltan aún más de 300 nietos y nietas por encontrar, no existe un registro completo de detenidas gestantes en cautiverio. La razón es lógica y por demás esperable. Por la clandestinidad de la militancia, muchas pueden haber estado embarazadas y que éste fuera un hecho desconocido por sus familiares. Otras pueden haber perdido sus embarazos, deseados o no, en manos de sus represores y sus técnicas de tortura. Muchas pueden haber parido atadas de pies y manos, con vendas en los ojos. Lo cierto es que no han  sobrevivido para contarlo.

Mucho se desconoce, pero lo que es razonable pensar y lo que se ha podido probar gracias al relato de sobrevivientes, es que esos embarazos y esos partos estuvieron lejos, muy lejos, de ser naturales, respetados. Y de eso, mucho no se habla y, menos aún, se pena.

El embarazo es un proceso sumamente complejo; un real desafío de la naturaleza. Tal es así que solo 3 de cada 10 concepciones llegan a ser bebés. La reproducción humana es por demás imperfecta, pero a su vez presenta numerosos y complejos mecanismos que permiten que, una vez atravesados los primeros desafíos, las probabilidades de llegar a un embarazo a término sean muy altas. El camino es arduo; todos estos mecanismos deben estar estrictamente regulados.

Diversos estudios han demostrado que el estrés y la depresión crónica materna, antes y durante el embarazo, afectan no solo a la salud de la madre sino también a la del feto y aumentan el riesgo de complicaciones gestacionales como, por ejemplo, el parto pre-término.

Estas evidencias seguramente eran desconocidas para Estela de Carlotto cuando buscaba a su hija Laura, aunque estaba en lo cierto al tener miedo. El primer pensamiento que la azotó a Estela cuando se enteró que su hija Laura estaba embarazada de seis meses fue imaginar el destino de ese embarazo en condiciones tan terribles. Probablemente pocos lo sepan, pero Laura había perdido dos embarazos antes. Uno de ellos a los seis meses de gestación. ¿Qué podría esperar? Pensaba en la suerte de ese bebé, Guido, gestándose en un campo de concentración.

Sin embargo, cuando décadas después encontró a su nieto, puso punto final a sus elucubraciones. No necesitó de evidencias científicas para convencerse del poder de la naturaleza o, en otras palabras, de la fuerza que debió tener su hija para llevar adelante esa gestación hasta el final. Una gestación rodeada de horror.


Rosa Roisinblit, además de madre de Patricia, desaparecida embarazada en la última dictadura y abuela de Guillermo, su nieto restituido, era partera. Probablemente por eso fue por lo que le dio a Mariana Eva, también hija de Paty, el mejor regalo: un parto soberano, como el que su hija no pudo tener. Libre, sin cadenas. Sin más soberanía sobre su cuerpo que la suya propia.

Un parto soberano, para Carolina Carrillo, científica del CONICET y doula, es un parto respetado, un derecho. En sus propias palabras: “Es un parto en libertad. En la libertad salvaje de parir, sin interrupciones ni interferencias, donde debe apagarse la zona racional del cerebro, el neocórtex. Parir soberanamente es poder elegir, en cada instante, respondiendo al deseo abismal. Ese deseo desconocido desde la propia conciencia pero que arrastra, desde la sabiduría ancestral del cuerpo que solo necesita llegar al borde de la vida (siendo una) para volver siendo dos”.

Mariana Eva lo cuenta en su libro Diario de una Princesa Montonera: 110% verdad: “El primer impulso fue retener, hasta que lo dije en voz alta, siento que estoy reteniendo el pujo, ¿puede ser?, y Vendi me sugirió que me dejara atravesar por el dolor, que lo recorriera. El dolor me hacía pensar en Paty y lo dije, dije que no podía dejar de pensar en mi mamá. No aclaré que, en su parto, en su segundo parto, en la ESMA, pero no hizo falta”.

De acuerdo con Vendi, la partera, y desde la contracara de lo que vivieron esas mujeres en cautiverio, Carolina dice: “Parir soberanamente es poder llegar hasta ese punto único, pudiendo fluir sin miedo a través de la dimensión del dolor físico que despierta a todas las señales en cascada, todos los neurotransmisores, las hormonas, para atravesar ese proceso y los que siguen. Un proceso mejorado por millones de años de evolución, intenso como ninguna otra experiencia”. Su aporte termina inmejorable: “Un parto soberano es un camino al límite de la propia vida, donde se puede re-vivir la experiencia vital del nacer, donde se puede reparar”.

Quizás eso es lo que Mariana en verdad está diciendo cuando recuerda que el dolor físico la llevó a Paty, su madre desaparecida que dio a luz a su hermano en cautiverio. O quizás Rosa, al recordar su pasado de acompañante en este proceso tan único, supo que, con este regalo, estaba sanando a Mariana y por qué no un poco a Paty, la hija que le arrancaron.


Nunca lo sabremos, pero tal vez para Paty, Miriam Lewin, periodista y actual Defensora del Público, detenida desaparecida y sobreviviente de la ESMA, podría haber sido una especie de acompañante, de doula. “Yo estaba autorizada para hablar con ella y acompañarla”, cuenta Miriam en su declaración en uno de los juicios donde su testimonio fue clave.

Guillermo hoy puede saber gracias a Miriam que cuando trasladaron a su madre a la ESMA, la dejaron en el tercer piso, en un cuarto sin ventilación ni luz natural y que para parir la bajaron al sótano.

Paty parió encadenada a una mesa.


Las mujeres representaron el 30% del total de las víctimas de Terrorismo de Estado. Y han sufrido un repertorio diverso y específico de violencia represiva por su condición de género. Muchas de ellas embarazadas o secuestradas con sus hijes se vieron sometidas a formas diferenciales de vigilancia, control y violencia sobre sus cuerpos. Tal como analizan Álvarez y Laino Sanchis, las secuestradas embarazadas, lejos de decidir sobre su maternidad, quedaron reducidas únicamente a sus funciones reproductivas.

Un caso que pareciera excepcional y que ejemplifica lo que postulan estos autores es cómo se modificó el tratamiento de las gestantes en la ESMA en 1977. Las sobrevivientes relatan “mejoras” en la alimentación (una fruta o una taza de leche diaria) y en sus condiciones de encierro, habilitándolas por ejemplo a hablar y acompañarse con otras mujeres. Según el análisis realizado por la socióloga Florencia Urosevich, que se basa en las declaraciones de las sobrevivientes, las transformaciones expuestas reflejan el interés en sostener con vida a estas mujeres para que continúen sus embarazos y poder obtener lo que realmente les importaba de ellas, sus hijos e hijas. Hijos e hijas del enemigo político. Y esto es reflejado por las evidencias: a partir de los casos judicializados se pudo concluir que, en casi todos, la natalidad de los niños y niñas estuvo ligada a la desaparición de sus madres.

Ana María Martí, sobreviviente de la ESMA, testimonió que María José Rapela de Mangone un día dejó de sentir los movimientos de su hijo en su vientre, pero lo negaba para evitar que la “trasladaran” (eufemismo que significaba el exterminio físico de quienes estaban secuestrados). Finalmente, se descompuso y en el Hospital Naval le confirmaron que su hijo estaba muerto y le practicaron un aborto. María José, volvió a la ESMA sin su bebé y sucedió lo que temía. A los pocos días se la llevaron. No se supo más nada de ella.


El médico policial Jorge Bergés llegó para cortar el cordón que unía a Adriana Calvo y su hija Teresa. Ambas esperaban en el Falcon estacionado en la entrada del Pozo de Banfield pero cada una por su lado; Teresa estaba en el piso tumbada colgando del cordón mientras su madre, atada en el asiento, lloraba pidiendo por ella. Había nacido en pleno traslado y aun acompañada, la parió sola.

Una vez dentro, las llevan a rastras a una cocina con mesada de azulejos. El médico le saca el tabique y le dice: “Ya no te hace falta”. Adriana creyó que eso y una sentencia de muerte eran lo mismo. Apenas le arrancó la placenta de un único apretón, le dieron un balde para que limpiara el lugar, desnuda, frente a la risa de todos. Esa noche pudo dormir en un catre: fue la única vez que tuvo esa oportunidad. Tan agotada, no se despertó mientras la nena se ahogaba con la flema. Casi se ahoga, casi se muere. Pero no, el destino para Teresa era otro.

Las metieron en un calabozo juntas y se formó la más increíble sororidad. Llegó a sus oídos la poesía más dulce, según sus propias palabras: “Llegó Teresa, la que nació presa”. Las compañeras de celda las protegieron a ambas hasta el final. Ese final que para ellas fue tan distinto: salieron con vida.


María Eloísa Castellini era compañera de calabozo de Adriana en el Pozo de Banfield. Gracias a su declaración y la de otros sobrevivientes, se supo que María Eloísa había dado a luz días antes de la llegada de Adriana, sin ninguna atención por parte de los guardias ni médicos policiales, tirada en el pasillo de los calabozos. En las propias palabras de Adriana: “Yo creí que no iba a volver a escuchar algo peor que mi parto, nunca en mi vida; sin embargo, fue peor”. Victoria, la hija de María Eloísa, nació con la única ayuda de Patricia Uchansky, otra compañera, y sin más instrumental médico que un cuchillo de cocina que le alcanzaron los represores. Patricia cortó el cordón y se llevaron a Victoria, dejando a María Eloísa con pérdidas y le leche sin dar.

De la bebé no se supo más nada. Su hermana mayor, Clara, que había sobrevivido al operativo de secuestro de su madre, aún hoy la sigue buscando. Por su parte, María Eloísa fue vista por última vez el 25 de abril de ese año, días después de parir, cuando se produce un traslado masivo en el Pozo de Banfield.

Cristina Marrocoo fue otra compañera de calabozo del Pozo de Banfield. Llegó allí desde el centro de detención La Cacha unos días después del parto de María Eloísa y de la llegada de Adriana. Necesitaba con urgencia asistencia médica. Había sufrido una hemorragia por aborto a raíz de las torturas y el maltrato. No fue la única, hubo una considerable cantidad de casos de pérdidas de embarazo fruto de la tortura. Esta forma de violencia sexual fue de las menos visibilizadas junto con el embarazo fruto de la violación en cautiverio, los abortos inducidos y las esterilizaciones forzadas. Violencias que marcaron la vida tanto psíquica como física de las sobrevivientes hasta el día de hoy. Como el caso de Adriana Arce que, a causa de un aborto realizado en una mesa por las propias manos de sus represores, perdió su capacidad reproductiva para siempre.

Si hay un factor común que pueda unir todas estas historias, es que estas mujeres soportaron todo: el maltrato, la tortura, ver morir a sus compañeres de cautiverio. Sin embargo, según sus declaraciones, lo más difícil, lo que más vulnerables las volvía, era la posibilidad de perder sus embarazos.



Ana María Careaga tenía 16 años cuando la secuestraron. Estaba embarazada de tres meses. Al poco tiempo recuperó su libertad y tuvo a su hija ya exiliada en otro país. En diciembre del año pasado declaró en la audiencia 12 del quinto juicio por los crímenes cometidos en el Circuito Atlético Banco Olimpo. 

“La tortura fue fundamentalmente con picana eléctrica. Me quemaban con cigarrillos y me tiraron kerosene y nafta en los ojos, en las orejas y en la nariz”, relató. Anita, su hija, hasta el día de hoy sufre consecuencias por las torturas que recibió Ana María durante el embarazo.

Hay estudios que demuestran que el parto acompañado de forma respetuosa, no invasiva, sin apuros, en un espacio físico cálido, con poca luz, sin condiciones que exijan activar el neocórtex (incluso el habla racional) favorece el desencadenamiento del parto, logrando mayores niveles de oxitocina, la hormona que genera las contracciones y la liberación de leche. También se demostró que la adrenalina elevada por un estado de alerta interfiere con el proceso natural del parto. Por eso, Carolina Carrillo sostiene que todo ambiente fluyendo amoroso y seguro es beneficioso para el parto. Más aún, estudios de un grupo de investigación del CEFYBO-CONICET, liderados por Julieta Schander y Ana Franchi demuestran que el contexto en el cual se da la gestación puede definir el destino del parto y las secuelas en el bebé.

Hablar de un niño en gestación o nacido de madre en cautiverio sometida a tortura, es hablar de un niño en cautiverio y torturado. Como dice la psicóloga Marisa Rodulfo, no es una simple extensión analógica de la situación de la madre, sino que dado el estado de dependencia correspondiente al desarrollo pre y postnatal de todo niño, todo lo que acontece en el cuerpo y psiquismo materno tiene efectos concretos en su hije. Esto puede reflejarse en las palabras que elige Teresa, la hija de Adriana Calvo, para presentarse en su declaración en el Juicio Brigadas: 

—Yo nací desaparecida y torturada.


El Terrorismo de Estado llevó adelante un plan sistemático de persecución, apropiación, desaparición y exterminio de miles de personas en forma ilegal e inhumana. Para ello configuró un sistema represivo que montó alrededor de 600 centros clandestinos de detención, distribuidos en todo el país y más de 250 en la provincia de Buenos Aires. El 30% de las víctimas fueron mujeres que se llevaron un plus de horror por apartarse de la moral patriarcal que defendían los militares. De las que se encontraban embarazadas, la mayoría fueron “descartadas” luego de cumplir su rol de gestantes. Más de 300 niñas y niños apropiados, hoy adultos, aún no conocen su verdadera identidad.

Los padecimientos de muchas de las mujeres nombradas aquí hoy son parte del Juicio Brigadas. Allí se juzga a 19 represores por su participación en secuestros, torturas, asesinatos, abusos sexuales y apropiación de bebés que se llevaron a cabo en el Pozo de Banfield, Pozo de Quilmes y el Infierno de Avellaneda. Miguel Etchecolatz, ex director de la Policía Bonaerense y mano derecha del general de brigada Ramón Camps, era uno de ellos, pero la justicia divina fue mucho más veloz. Mientras tanto, Bergés sigue sentado cómodo en el living de su casa de Quilmes.


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