Raquel garabatea algo en su anotador entre paciente y paciente. La idea de un cuento apareció en su cabeza mientras atendía a un niño en su consultorio de Odontología, pero no hubo tiempo para desarrollarla. Ella tiene 40 o 50 años, es dentista y judía. No se casó ni tuvo hijos, aún cuando los mandatos se lo susurraban al oído y su familia lo comentaba por lo bajo en las reuniones. Gran parte de su tiempo lo dedicó a trabajar, a cuidar a su mamá y a estudiar psicología social en la escuela de Pichon Riviére.
Cerca de sus 90 años, Raquel Kacman decidió volver a escribir con sus manos movedizas en cualquier cuaderno o pedacito de papel que encontrara por ahí. Con el tiempo empezó un taller de escritura y aprendió a pasar sus textos a Word. A los 93 años publicó un libro Cuentos para abrir el alma. Tuvo una sola edición y vendió poco, sobre todo a amigues y familiares.
Un día de primavera de 2022, me pidió que la ayudara a seguir vendiendo los ejemplares que le quedaban. Así volvimos a conectarnos y yo conocí sus cuentos. Raquel, Raquelita o “tía” —como le decimos quienes la conocemos— es una mujer práctica, no es la típica y estereotipada viejita adorable. La última vez que la vi me explicó que yo elegía mal a mis parejas, porque ninguna tenía un trabajo estable, y me preguntó por el aumento del alquiler de mi casa.
Esa misma tarde, me acercó una carpeta violeta repleta de cuentos y me sugirió algunos para leer. Ahí encontré este texto, que creo que vale la pena no por su excelencia literaria, sino por la vida de su autora. Es una historia real, de cuando ella era joven y pasaba sus días en el consultorio de Odontología, quizás soñando con publicar su primer libro.
Tenía que ser mujer
Salimos temprano, en diciembre aclara a las cinco de la mañana. Disfrutamos la maravilla del silencio que nos envolvía como un manto mágico, por fin se había inaugurado el tramo que unía Sierra de los Padres con Bahía Blanca.
Llegamos a nuestro destino, donde presenciamos un espectáculo que no habíamos imaginado: la montaña partida por el medio mostraba sus entrañas como un fruto maduro. El sol la acariciaba y ella respondía con un brillo de piedra recién cortada, de la que todavía colgaban trozos irregulares que parecían lágrimas iluminadas por el sol.
La ruta era angosta y no tenía banquina, ante tanta belleza y para que los que me acompañaban pudieran disfrutarlo, me detuve en la ruta. Quería grabarlo en una fotografía para el recuerdo.
En ese momento, rompieron el encanto unos bocinazos provenientes del auto de un señor de apariencia amable. Preguntó qué me pasaba y cuando vio que estaba sacando una fotografía comenzó a insultarme con palabras que no existen en mi vocabulario, pero me quedó muy grabada su última frase: "Tenía que ser mujer ".
Allí me di cuenta del error cometido y con mi mejor sonrisa le dije: "Perdón fue una mala maniobra, pero tenía que ser hombre para no apreciar el maravilloso espectáculo". Miré el interior del auto y la mujer que lo acompañaba se sonreía con un gesto cómplice.
Me subí y seguí la ruta. El señor no pudo rebasarme por un buen trecho porque no podían pasar dos autos a la vez. Cuando llegué a Bahía aún me repiqueteaba el "tenía que ser mujer", que marcaba el fin de una época que pronto sería historia.
Foto de portada: Victoria Eger