Cada día, cientos de personas se congregan en el comedor y merendero “Mar de Fueguitos”. Casi religiosamente, cada mediodía y cada tarde buscan su almuerzo o su merienda. Para algunes, esa comida les permite zafar de un gasto y llegar un poco más cómodes a fin de mes. Para otres, es la única oportunidad que tienen de comer algo en toda la jornada.
Gracias a las cocineras del espacio, se alimentan 400 personas. Su trabajo es esencial, pero no les pagan.
Por María Belén Ancarola
"Mar de Fueguitos" queda en el Barrio Tongui, ubicado a 20 cuadras de Puente de La Noria, en Ingeniero Budge (Lomas de Zamora). Un grupo de vecines comenzó a organizarse primero con un merendero, espacio de fútbol y apoyo escolar. Con los años, fueron creciendo y también sumaron otras actividades: frente de géneros, cooperativa gastronómica, espacio de salud, entre otras. Son una de las más de 40 asambleas que conforman a la organización política La Poderosa a lo largo de todo el país.
A principios de junio, la organización presentó en el Congreso Nacional un proyecto de ley que promueve la creación del “Programa Nacional de Trabajadores y Trabajadoras de Comedores y Merenderos Comunitarios” dentro del Ministerio de Trabajo, Empleo y Seguridad Social de La Nación. La iniciativa básicamente consiste en reconocer y otorgar a quienes sostienen estos espacios un Salario Mínimo, Vital y Móvil (SMVM), vacaciones, obra social o cobertura médica, ART, licencia por maternidad o paternidad, licencia por accidente, aguinaldo, jubilación y licencias especiales. Ósea, todos los derechos básicos que cualquier trabajador o trabajadora debería tener.
Se presentó el proyecto de Ley para el reconocimiento salarial de las cocineras comunitarias
En los barrios populares de Argentina hay 35 mil comedores en los que trabajan casi 135 mil personas. Hace más de 40 años que vecinos y vecinas (sobre todo mujeres) dedican entre 8 y 10 horas diarias para alimentar a la población que no alcanza con su salario a cubrir las cuatro comidas diarias. Por eso, el rol de las cocineras comunitarias es tan importante: si no trabajan, hay gente que no come. Para ellas, dejar de cocinar nunca va a ser una opción, el barrio depende de eso. No sólo para alimentarse, también cumplen un rol de contención: siempre escuchan al vecino o la vecina que se acerca con alguna problemática y buscan estrategias para ayudar de la forma que pueden.
Es una tarde soleada de junio y en el Barrio Tongui predomina el silencio. La única calle con algo movimiento a esta hora es Bragado, una de las pocas asfaltadas y donde se aglomeran casi todos los comercios de la zona. En muchos de ellos hay colgadas banderas wichis, peruanas, bolivianas y paraguayas, también ofrecen comida regional que invitan a viajar, al menos por un rato, a cada uno de esos países. Por allí caminan con Karina Rodríguez y Nidia Candia, van hacia "Mar de Fueguitos". Ellas conforman el grupo de 80 personas que trabajan en el comedor y merendero, de ese número, el 90 por ciento son mujeres.
El espacio es amplio, pero apenas entran todas las cosas que tienen: desde una biblioteca atiborrada de libros hasta estantes que sostienen bolsas y bolsas de mercadería. Son tantas que llegan hasta el techo, sin embargo no alcanza para cubrir la demanda y eso tiene a Karina bastante preocupada.
—Nos estamos yendo a pique. Ahorita nos quedamos sin legumbres. La semana pasada hicimos una actividad y recaudamos 35 mil pesos, pero los 40 kilos de lentejas están 40 mil pesos y nos alcanza solo para cuatro comidas.
Una olla de 100 litros es rodeada por tres vecinas que, mientras esperan a que se haga la leche, acercan sus manos al aluminio para entrar en calor. Es invierno y los días son cortos, afuera hace frío y adentro también. Son las 6 de la tarde y, a medida que se oculta el sol, la gente empieza a llegar. Una cocinera se queda en la puerta y les pregunta cuántas porciones se van a llevar, luego le acerca a otra compañera una botella de plástico donde sirve leche de arroz para que se lleven a sus casas. Nunca nadie se queda sin comer. Si alguna vez se acaba la olla, entregan alimentos para que puedan cocinar.
La mayoría de los ingredientes que utilizan para cocinar los consiguen a través del Ministerio de Desarrollo Social de la Provincia de Buenos Aires o convenios con otras organizaciones como UNICEF. Si con esos alimentos no alcanza, se hacen actividades como rifas, venta de comida o torneos de fútbol para recaudar la plata y comprar lo que sea necesario. “Nos autogestionamos para conseguir los alimentos. Dejar de repartir comida nunca es una opción porque hay gente que depende de eso”, explica Nidia.
Si bien las cocineras se capacitaron en salud y alimentación saludable, no siempre cuentan los recursos necesarios para garantizar un plato nutricionalmente completo. “Podemos aprender muchas cosas, pero si tenemos pocos recursos es como estar atada de manos, ¿cómo puedes trabajar? —se pregunta Karina— Tenemos arroz, tenemos fideos pero sin verduras no podemos hacer ni un guiso, ni un caldo o una sopa. Nunca dejamos de servir la comida porque no podemos, los vecinos dependen de eso. Pero también tienen derecho a una alimentación saludable”. Mientras Karina habla, otra vecina se acerca y saluda. Viene a preguntar si tienen algo de abrigo para su abuela.
Ser cocinera comunitaria no implica solamente hacer la comida y repartirla, también es pensar estrategias para garantizar una alimentación de calidad, buscar precios para comprar los alimentos, organizar dónde los guardan para que no se echen a perder, llevar un registro de cuánto se consume y cuánto se gasta, mantener limpio el espacio, garantizar que alguien cuide a les niñes mientras las demás cocinan, recaudar plata para pagar el alquiler del espacio. También acompañan casos críticos como los que tienen que ver con violencia de género o acceso a la salud. Ellas cumplen un rol de contención para el barrio.
Si bien su tarea no es fácil, el trabajo colectivo siempre es mejor: “Tratamos de contenernos entre nosotras. Por ejemplo ahora estamos acompañando a un señor que está en una situación de salud muy crítica, vive solo y no tiene baño. Al ver estas cosas te cuesta pero a la vez te haces fuerte —explica Nidia— nosotras vivimos en el barrio, conocemos a nuestros vecinos y siempre estamos dispuestas a ayudar a pesar de que no contamos con las herramientas que debería garantizar el Estado”.
Así como se organizan para que nadie se quede sin su plato de comida, las compañeras están decididas a que salga la ley. Seguir trabajando sin reconocimiento salarial no es una opción.
“Si nosotras no venimos a cubrir esta necesidad, ¿quién lo va a hacer? El tema es que también tenemos que trabajar por fuera para generar ingresos y mantener a nuestras familias, y además tenemos que trabajar en nuestras casas”, cuenta Karina y Nidia agrega: "Hay mujeres que hace 35 años trabajan en un comedor y no van a poder jubilarse a pesar de que se pasaron toda la vida conteniendo al barrio. Si se sanciona la ley, yo me podría dedicar por completo al trabajo comunitario, que también es lo que disfruto hacer”. Desde hace décadas las cocineras comunitarias están en donde el Estado no llega. Su trabajo es esencial, pero no les pagan.